Carlos Jose Diaz Marquez

VIVO Y PUEDO

Pese a ser un tipo que creció con nosotros, encontrarlo por las noches y bajo los efectos del alcohol, a veces me generaba cierto pánico. Nos conocíamos desde hacía veinte años, pero por ahí temía que me desconociera. Lo extraño era que cuando era niño no distinguía cuándo Jorge estaba borracho o cuándo estaba sobrio.

Este tipo no había sido un croto toda su vida. De eso me di cuenta cuando crecí. Cuando era más pibe, no me importaba andar analizando a nadie, simplemente aceptaba a las personas tal como se presentaban, sin indagar demasiado sobre su aspecto. Pero al dejar atrás mi niñez y mi adolescencia, me puse a analizarlo.

Recuerdo que Jorge me contaba que, hacía mucho tiempo, había sido empleado de un banco, hasta que un día su mujer se fue con otro, y desde entonces comenzó a tomar alcohol como si fuera agua. La pena y el llanto se habían mezclado en su sangre y, de allí en más, correrían por sus venas. Jorge perdió su empleo y no lo recuperó más.

De la vida estructurada al desorden, y de la rutina a la poesía, fue el itinerario forzoso. Tenía fascinación por la poesía. Aún hoy su nivel poético vuela por las nubes y regala sus frutos a los vecinos del barrio.

Jorge solía recorrer el barrio recitando sus poemas mientras los vecinos, agradecidos, le regalaban monedas, que luego él convertía en el vino que le alcanzaba.

Doña Elvira, dueña de antaño del almacén donde compraba el vino, siempre trataba de aconsejarlo cuando se acercaba a buscar la tercera caja del día. Para que modere su espíritu, lo invitaba a las reuniones religiosas del vecindario. Querían convencerlo de cosas que nunca pudieron convencerlo.

—¿Por qué no viene a la reunión, Jorge? Aquí ayudamos a todos, incluso a los alcohólicos.

—Me imagino —dijo sonriendo. Él siempre imaginó que las señoras como Elvira criticaban su modo de actuar.

—¡Usted puede! —insistió la almacenera.

—¡Sí que puedo! —contestó con una sonrisa un tanto irónica.

Ese “puede” le recordó unas palabras que había escrito en algún momento en que se sintió extasiado. Y se lo recitó a doña Elvira, inmediatamente:

—Puedo ser a veces una persona cordial y mirar de lejos al odio.

Puedo creer en lo que vendrá y que ya llegó porque no debió regresar.

Puedo regresar a donde nunca fui e ir a donde jamás llegaré.

Puedo amar como jamás nadie amará y olvidarme de mi naturaleza por un rato. Podría también sentarme a contemplar todo el universo acompañado solamente por un vaso de vino, aunque no sea de los mejores viñedos.

Puedo llorar para luego reír, siendo racional con mis instintos aplacados.

Puedo fingir que soy muy feroz y agresivo, desplegando serenidad. También puedo apoderarme del viento e impregnar de locura los cielos.

Puedo consumar toda la histeria en un sueño inquieto pero no por ello menos encantador.

Puedo incendiarme hasta perecer en cenizas pero congelar todo lo que está cercano a mí.

Puedo ser otro, observar a otros, cantar sobre otros, palpar como otros e interactuar solo conmigo mismo.

Puedo ser el amor, el odio, emular a un perro o a un gato, a un cura o a un brujo.

Puedo olvidarme de lo que no pasó y recordar una historia que no existió. Puedo vivir de las fantasías.

En fin, puedo, doña Elvira, ser tantas cosas que a veces pienso poder ser Dios.

Doña Elvira quedó pasmada ante estas palabras. Silenciada, abrió la heladera donde guarda las bebidas, y sacó la caja de vino, para regalársela a Jorge, quien no aceptó tal obsequio. Luego pagó su vino y se fue apurado a beberlo en la plaza.

Mientras estaba tomando, dos vecinas que habían espiado la conversación con la almacenera, se acercaron a hablarle.

—Un tipo como usted, tan inteligente, ¿qué hace tirado allí tomando esa porquería? ¿Por qué no consigue trabajo? Le daremos ropa y le ayudaremos.

Él no respondía. Simplemente seguía tomando. Quizás entendía el gesto cortés de estas mujeres pero sabía que su suerte corría por otros carriles. La vida le había mostrado otro rol a cumplir. Pero ya estaba viejo y no iba a cambiar. Tampoco sentía la necesidad de cambio.

Después de terminar la caja de vino, y de regreso a su casa, se encontró conmigo. Pero esta vez, a diferencia de las demás, pese a la baranda a vino que portaba, lo notaba demasiado lúcido. A medida que se me acercaba, disimuladamente, yo me alejaba de a poquito, porque su forma de mirar realmente me incomodaba. Era una mirada penetrante y muy expresiva. Su mirada irradiaba seguridad. Entonces cesé en mi avance y me quedé quieto para escuchar qué era lo que tenía para decir.

Fue entonces que comenzó a recitar en voz alta, en tono imperativo, y vaya que me tomó de sorpresa:

—Vivo y despierto en la ciudad del temor, un lugar lleno de fobias, donde llueven restos de tempestad y el cáncer toma su lugar entre los barrios marginales.

Vivo donde el polvo de la tierra cubre todo horizonte y se aplaca con el agua.

Vivo y sueño con una ciudad de fantasía cuando realmente lo es, pero como corolario de una hipocresía supra mundana.

Vivo en la ciudad de la ventaja, donde el bienestar social tiene que ver con mi progreso constante.

Vivo, muero y resucito a diario entre los muertos, y éstos, a veces, denotan signos de vitalidad.

Vivo y me sorprendo ante la picardía triste de los sujetos de mi medio, reaccionando ante ellos con mi aburrida e intrascendente humanidad.

Vivo y reprocho la prodigalidad de los necesitados y la miseria de la nobleza provincial, porque todos están necesitados realmente.

Vivo y olvido que el presente no existe en la conciencia social. Aquél es un producto artificial del pasado y del futuro.

Luego se empezó a alejar de a poco, hasta que desapareció de mi vista. No lo vi durante mucho tiempo. Hoy recuerdo estas palabras y se me llenan de lágrimas los ojos. Pero en aquel entonces, dejé por un momento mis prejuicios de lado y entendí que nos había dejado un legado. Así fue que lo tomé.

Fueron las palabras de un borracho, y al escucharlas entendí que la embriaguez no necesariamente equivale a caos, ni que la sobriedad equivale a lucidez.

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Published on e-Stories.org on 07/24/2014.

 
 

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