Paula Grint Grint

Una velada perfecta

Madeleine es joven y atractiva. Su belleza y sensualidad cautivan a los hombres y le permite jugar con ellos a su antojo como si de una presa cazada se tratase. Fortuitos roces de manos, miradas fugaces, pequeños suspiros… A pesar de todo, nunca ha entregado su flor a nadie. Es demasiado presuntuosa, necesita un hombre que esté a la altura. Un caballero con tales cualidades que cree no poder encontrarlo jamás. Hasta que un día todo cambió.
Ahí está él. Un elegante traje azul noche con botones dorados y bordado en los puños, su melena larga y negra recogida con un lazo. Se encuentra solo en mitad del gentío, ausente, como si no hubiese sido invitado a la celebración y estuviese allí por casualidad. Sin embargo, su porte y su actitud hacen que no desentone. El muchacho pasea la mirada en rededor. Parece disfrutar de la fiesta a base de contemplación. Parece exprimir cada sensación que se le brinda con cada poro de su piel. De repente sus ojos se posan en ella. A Madeleine se le detiene el corazón. El corsé le aprieta, no puede respirar. Un calor recorre su espina dorsal al tiempo que se incendian sus mejillas. No es consciente del ritmo al que agita su abanico sobre sus voluptuosos pechos. Un repentino miedo la invade. No sabe qué hacer. La cazadora se ha convertido en presa. Tiene que marcharse de allí cuanto antes. Abriéndose paso entre despampanantes vestidos y elaborados tocados, abandona la estancia para salir al desértico jardín. El eco de las voces y el embriagador aroma de las copas de alcohol quedan atrás. Toma una bocanada de aire y cierra los ojos. Por un instante puede notar la sangre bombeada recorriendo toda su anatomía.
            -Hermosa noche.
Madeleine se lleva una mano al pecho, sobresaltada, al tiempo que se da la vuelta. Ahí está él. No lo ha oído llegar.
            -Discúlpeme, no pretendía asustarla- dice el muchacho alzando levemente la comisura de los labios.
            -No se preocupe- contesta Madeleine sintiéndose diminuta.
Él se coloca a su lado y ella puede contemplar mejor su bello rostro y su perfecta piel. Sus ojos son profundos y feroces a la luz de la luna. Parecen poseer una sabiduría de siglos.
            -¿Y qué hace una hermosa flor como usted a solas en este oscuro y lúgubre jardín, lejos de la fiesta y la gente notable?- pregunta el joven.
            -Necesitaba tomar el aire.
            -Demos un paseo, pues.
Él le ofrece el brazo y ella lo toma instintivamente. Sus destinos acaban de encontrarse y aun así es como si se conocieran desde siempre, como si hubieran sido amantes en una vida pasada. Caminan juntos. Hablan de sandeces. Sueltan estudiadas risitas. Cortejan. A cada minuto que transcurre la noche se torna aún más fría. Una suave brisa agita las hojas secas que reposan sobre el suelo y se cuelan entre sus pasos. La pareja llega a un banco de piedra ajado por el paso del tiempo y se sienta en él bajo la atenta mirada de un ángel por siempre estático. Las sombras y el vino le juegan una mala pasada a Madeleine al creer atisbar una expresión de terror en semejante criatura llena de pureza e inocencia. Pero pronto olvida la estatua al comprobar que la cola de su vestido ha quedado atrapada en la rama de un rosal. Cuando trata de liberarlo la atraviesa una breve punzada de dolor al cortarse con una espina. Una gota de sangre de un intenso rojo carmesí mana de la herida. Ella se lleva el dedo a sus carnosos labios. Las manos de él se aferran al banco con fuerza hasta palidecer.
            -¿Está bien?- inquiere Madeleine.
            -S-sí- contesta el joven respirando entrecortadamente-. Sí…  
El tiempo pasa más rápido de lo que Madeleine hubiera deseado. Tiene que volver a la fiesta, despedirse de los invitados y regresar a casa. Pero no quiere hacerlo. Él se levanta rápidamente y la agarra de las manos. Las tiene suaves y frías. Madeleine no puede apartar la vista de ellas.
            -Quizás sea un poco atrevido, Madeleine, pero si quiere podemos pedir un carruaje y continuar con esta agradable velada en mi morada.
Madeleine no recuerda haber contestado. Es como si su lengua se hubiese movido sola por voluntad propia. La cuestión es que en pocos minutos la pareja se encuentra en el interior de un carruaje tirado por dos caballos negros que se confunden con la noche, que es más oscura que nunca. La Luna se esconde vergonzosa tras las nubes y las gotas de rocío comienzan a caer sobre la calzada. Cuando el vehículo se detiene Madeleine se dispone a abrir la puerta. Pero él ya está ahí sujetándola y ofreciéndole la mano para bajar.
Por fuera la casa parece sobria y austera. No obstante su interior, aunque anticuado, resulta de los más curioso y envolvente. Atrayente, hipnotizante… La entrada es un enorme vestíbulo con pesadas cortinas de terciopelo burdeos que cubren la escasa luz que podría entrar por las ventanas. Rápidamente, el anónimo joven toma un candelabro en el que la llama lucha alborotada por sobrevivir y guía a la joven hacia otra estancia demasiado grande para abarcarla de una sola mirada. Poco a poco la tenue luz de las velas va iluminando un gran salón lleno de cuadros apagados y ornamentados espejos orientados hacia los altos ventanales. La habitación está presidida por un retrato de un señor entrado en años pero bien parecido. La luz de la chimenea recién encendida pretende dotarle de una nueva vida. Un gramófono comienza a sonar entonando un majestuoso vals. Tras todos los preparativos, él se sitúa junto a la muchacha, que se ha perdido absorta en cada trazo del lienzo.
            -¿Quién es?- pregunta curiosa.
            -Sinceramente, no lo sé. Ya estaba ahí cuando adquirí la mansión y no quise arrebatarle su lugar privilegiado.
Madeleine ríe ante la ocurrencia, aunque tiene la sensación de que su enigmático interlocutor tampoco se lo habría dicho de saberlo. Hay algo misterioso en él que la tiene embrujada y no quiere romper el hechizo.
            -Dejémonos de sandeces, Madeleine, y deme el honor de concederme este baile- propone de repente de forma caballerosa ofreciéndole la mano. Cuando ella se dispone a aceptarla, él la aparta-. Pero con una condición… No aparte sus ojos de los míos.
Madeleine no tiene problema en cumplir el trato. Podría perderse en sus ojos mil años. Y así, tomados de la mano y la cintura, la pareja comienza a danzar  por la estancia en armonioso compás. Sus sombras juguetean en el suelo y las paredes a la cálida luz de las velas. Madeleine puede jurar que está siendo una velada maravillosa. Una velada perfecta.
            -¿Sabe? Acabo de darme cuenta de una cosa- dice Madeleine al cabo dibujando una sonrisa.
            -¿De qué?- pregunta él, curioso.
            -Aún no sabe cómo me llamo.
El apuesto muchacho pone cara de asombro, pero parece divertirle la situación. Usando sus armas de mujer como solo ella sabe hacer, la joven entrecierra los ojos y acerca sensualmente sus jugosos labios a su oído para acariciarlo con sus palabras sin detener el baile en ningún momento.
            -Mi nombre… es Madeleine- susurra.
            -Madeleine…- repite él aspirando el olor de su cabello.
De repente, al abrir los ojos, algo capta su atención. Algo que debería estar ahí y no está. Su cuerpo se tensa. Sus pupilas se dilatan. El tiempo se detiene. Su garganta no responde.
            -Madeleine, le dije que no apartase sus ojos de los míos- le recuerda él con voz juguetona.
El momento culmen de la melodía antes de su apoteósico final queda ahogado con un grito de terror. Tras eso, el mundo de la joven se torna en oscuridad.
En el gran salón, uno de los espejos devuelve el reflejo del blanquecino cuerpo sin vida de Madeleine, que danza al son de una melodía que hace rato dejó de sonar como si de una marioneta de trapo movida por cuerdas invisibles se tratase. Solo el de Madeleine. En su delicado cuello, dos pequeños orificios lloran gotas de sangre.
 

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Published on e-Stories.org on 12/01/2015.

 
 

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