Claudia hacía poco que había superado la barrera de los treinta años. Tuvo la suerte de aprobar las oposiciones de bibliotecaria, un oficio muy apropiado para ella. Le encantaba leer y pasar la jornada entre libros, su paraíso particular. De carácter reservado, nunca tuvo interés por arreglarse en exceso. Quería pasar desapercibida. Vivía sola y llevaba una vida tranquila, cuidando sus plantas, devorando libros de su extensa biblioteca y soñando despierta por las historias que conocía de las novelas. Las únicas amistades que tenía eran sus compañeros de trabajo y tampoco tenía mucho roce con ellos.
Era el final de las Navidades y se acercaba el día de Reyes. Fue al centro de la ciudad dando un paseo y ojeando los escaparates excesivamente iluminados y coloridos para que no pasaran desapercibidos a los transeúntes. Se detuvo en una tienda de ropa en la que vio una bufanda aterciopelada de color beige con mechones oscuros. Sólo verla daba la sensación de suavidad y calidez. Se quedó como hipnotizada. La bufanda parecía decirle, “soy para ti, llévame contigo”. Entró en la tienda con paso firme, convencida de que esa bufanda la habían puesto ahí para ella. Era el regalo perfecto para unos Reyes, los suyos. Ni tan siquiera se la probó. No era necesario, sabía que encajaría con ella como un aguante a una mano.
Cuando llegó a casa, se deshizo del envoltorio y frente a un espejo rodeo su cuello con ella. El efecto que le produjo verse reflejada fue impactante. Su falta de autoestima y timidez se materializaban cuando se miraba en ese espejo, viéndose poco agraciada. Pero aquella bufanda contrarrestaba esa sensación, más aún, al acariciar esa textura tan agradable y cálida por el calor de su escote. Además, el color conjuntaba muy bien con su vestuario particular, en su mayoría de tonalidades tirando a pardo o marrón chocolate.
Estaba muy contenta con sus Reyes y allá donde fuese, luciendo su preciada bufanda. Ella, siempre en su mundo, mimetizándose con el ambiente, pasaba inadvertida entre la gente y nunca reparó si alguien la observaba o se fijaba en ella, quizás porque así fuera en realidad, pero desde que comenzó a llevar aquella bufanda las cosas cambiaron. La gente se le quedaba mirando, mujeres y hombres. Ella lo notaba y aquello le gustaba. Pasó de la oscura nada a la luz de los focos. Al principio se sentía incómoda. No estaba habituada a aquello, pero pronto se acostumbró. Aquella embriaguez de atención la desinhibía también, sintiéndose más segura y suelta. Sin dejar de ser ella misma, fue cuidando más su aspecto. Se maquillaba todos los días, cuidaba sus uñas, hacía recogidos de su cabello de formas diversas, siempre dentro de su manera sencilla de ver la belleza.
Los hombres se le acercaban y le hablaban, cosa insólita para ella. Al principio se ruborizaba y contestaba con monosílabos, pero pronto fue soltándose y hasta entablaba conversaciones insustanciales, algo que ella siempre había detestado. Simplemente se dejaba llevar y experimentaba, observando cómo se comportaba la gente.
Un día, uno de aquellos hombres le comentó lo bonita que era su bufanda e hizo ademán de tocarla. Ella hizo un gesto esquivo. Era su bufanda y sólo la podía tocar ella.
― Disculpa, no quería molestarte. Sólo quería sentir el tacto.
A ella le agradó la forma en que se expresó el caballero y cedió a su demanda.
― Claro, puedes tocarla si quieres.
Tuvo un affaire con aquel caballero, pero ella no estaba para compromisos, así que lo despachó, muy amablemente, eso sí.
Acontecimientos como aquel continuaron produciéndose conforme los hombres se le arrimaban. Ella sólo tenía que dejar que tocaran su bufanda para tener a cualquier varón a su merced. Luego los largaba como si nada. Poco a poco fue creciendo en ella una sensación de poder enfermiza. Podía tener al hombre que quisiera, todo gracias a su bufanda que cuidaba y mimaba como un tesoro. Se miraba una y otra vez al espejo, viéndose resplandeciente, fantástica. Se estaba enamorando de sí misma. Aquello le cambió el carácter. Ya no era la mujer sencilla y humilde de hacía unos días. Ahora se veía fuerte hasta la arrogancia.
Así estuvo durante un tiempo, jugando con los hombres, cosa impensable semanas atrás. Pero notaba que le faltaba algo. ¿De qué le servía ese poder si se sentía más sola aún que cuando no tenía contacto con nadie? El sexo sin amor al final se volvía monótono. Sí, mucho gusto para el cuerpo, pero nada más.
Un día salió de su casa sin su preciada bufanda. Se encontraba rara. Notaba que le faltaba algo. Habituada a tener su pequeño cuello al abrigo con aquel suave tejido, lo consideraba casi una parte más de su cuerpo. En el descanso del trabajo, fue a tomar café con los compañeros. Justo en frente de la mesa había un señor desayunando y leyendo el periódico. Sus ojos parecían tener vida propia al dirigir la mirada una y otra vez hacia Claudia. Ella se dio cuenta y le miraba también cuando él volvía la vista a la lectura. En uno de esos tira y afloja sus miradas se encontraron sin querer, pero queriendo. Una corriente invisible recorrió sus cuerpos al mismo tiempo, haciendo que sus corazones vibraran con fuerza y un leve calor sonrosara sus rostros. Claudia, la todopoderosa ante los hombres, ahora se veía vulnerable ante el nuevo sentimiento que la inundaba. Inconscientemente movía sus manos como acariciando la bufanda que tanta seguridad le daba, pero sólo encontraba el vacío de su ausencia.
Cuando se disponía a volver al trabajo el hombre se acercó para hablarle.
― Disculpa, siento curiosidad. ¿Por qué movías las manos de esa manera?
― No es nada, una manía tonta.
Los dos sonreían sin ser conscientes y con las miradas fijas uno en el otro.
― Me llamo Pedro, y ¿tú?
― Claudia.
― ¿Me das tu teléfono y me cuentas otro día lo de tus manos? Veo que te tienes que ir.
Claudia y Pedro se vieron de nuevo y ella le contó la historia de la bufanda. Hablaban con tal cercanía que parecían conocerse desde siempre. A él le resultó curioso el relato de la prenda y pensó que tenía imaginación para ser una buena escritora, dado también su amor por los libros.
Ella, al fin, encontró lo que nunca vio en ningún hombre y pensó que quizás la bufanda sólo fuera eso, una simple prenda de vestir. Que todo lo que había acontecido había sido fruto de su imaginación y sus ansias de cambiar y no por el poder de la bufanda. Algo así como un efecto placebo. De cualquier forma, ya no la necesitaba. Es más, se deshizo de la prenda para evitar echar mano de ella de nuevo. Porque, ¿y si estaba equivocada y la bufanda estaba realmente encantada? No quería tentar la suerte. En Navidades nunca se sabe.
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Published on e-Stories.org on 01/05/2020.
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