Jona Umaes

¿Y esa cicatriz?

"Los Truhanes" era un Pub en una calle perdida del centro Málaga. En la barra servía Carlos, un treintañero de aspecto aniñado que bien podía pasar por un muchacho de veinte. Con su sonrisa perpetua y su desenvoltura con los clientes, era el anhelo oculto de muchas chicas que allí iban a divertirse. Del trato continuo con la gente había adquirido buenas dotes de observación y no se le escapaba mirada furtiva hacia su persona, por muy sutil que fuera. La mayor parte de la clientela era fiel al lugar, siendo los nuevos la excepción. En el aire quedaba si repetirían a la semana siguiente.

Un sábado entró al bar un hombre bien arreglado y perfumado. Se sentó en la barra y pidió una cerveza. Carlos atajó al segundo que esperaba a alguien mientras se distraía con el móvil. Al rato llegó una mujer que le saludó.
 

― Hola, ¿cómo estás?

― Bien, aquí esperándote y echando el rato con el WhatsApp. Estás muy guapa. ¿Qué quieres tomar?

― Gracias. Lo mismo que tú.

 

Carlos sacó otra cerveza para la chica. También venía muy arreglada. Tenía media melena, de pelo castaño y mirada avispada. Ambos evidenciaban su cuidado personal por el porte estilizado pero sencillo. Carlos vislumbraba un corazoncito flotando entre ambos.

 

― ¡Qué gracioso el chiste de las ancianas que me mandaste! -dijo sonriendo Claudia.

― Sí, jajaja. Te veo con esa edad preguntándome, ¿has visto mi dentadura? No sé dónde la he puesto. Y yo. ¿Y tú quién eres?, jaja.

― Jajaja, ¡qué malo! y yo te daría un sartenazo para ponerte en orden las ideas.

 

Los dos reían contagiándose mutuamente la hilaridad. La cerveza comenzaba a hacer efecto.

 

― ¿Crees que llegaremos a esas edades?

― No veo por qué no. Cuidando la alimentación y haciendo ejercicio, todo es posible.

― Es cierto, mis padres ya van por los ochenta y pico, y la esperanza de vida cada vez es mayor.

― ¿Te acuerdas cuando nos conocimos por internet?

― Sí claro. Yo estaba de becaria en un laboratorio de ordenadores.

― ¡Qué tiempos! Entonces internet no lo conocía casi nadie, sólo los que trabajábamos en el mundillo tecnológico. Tú tenías novio y yo estaba recién separado.

― Sí. Eras un pesado. No hacías más que darme la vara.

― Jajaja, sí. Y a ti te gustaba, que parecía que te daban cuerda.

 

El barman iba y venía por la barra, atendiendo a nuevos clientes que llegaban a cuenta gotas. Aún era temprano y lo peor estaba por venir. La música estaba muy alta. Sonaba en esos momentos “November Rain” de Guns and Roses. Cuando pasaba delante de los tortolitos aminoraba la marcha para intentar escuchar algún atisbo de la conversación.

 

― ¿Cuántos años hace eso? ¿Veinte?

― Sí, más o menos.

― Tú te quedaste al poco embarazada. Recuerdo una broma que te hice, que me hinché de reír.

― ¿Sí? ¿Cual?

― Te pregunté qué tipo de formato era la extensión “fig”. Y tú, “me suena mucho. Lo tengo en la punta de la lengua…”. Estuviste dándole al coco un buen rato. Con lo bicho que eras. Tenías un coquito prodigioso.

― Ummm, no recuerdo eso.

― Sí, ya, y decías que tenías mucha memoria. Estás perdiendo facultades. Al final no lo acertaste. Es que le había dado la vuelta a las letras. Era realmente “gif”, el formato de imagen, jaja.

― Jajaja. Te juro que no me acuerdo de nada.

― Sí mujer. Tú estabas haciendo entonces un curso de mantenimiento de ordenadores o algo así. Chateábamos cuando estabas en clase. Se te escapaba la risa y la profesora te fulminó con la mirada en una ocasión por distraerte y hacer ruido de tanto teclear. Me lo dijiste tú.

― Ah, sí. De ese curso me acuerdo.

― Recuerdo también que te llamé por teléfono una vez. Tenías la voz finolis y derrochabas simpatía. Creo que fue la única vez que hablamos por teléfono. Luego ya no quisiste. Estabas enganchada al tabaco y en los descansos no perdonabas.

― Hace muchos años de eso -saltó Claudia. De lo que sí me acuerdo es cuando bromeábamos de cuando fuéramos viejos y siguiéramos chateando.

― Siiii, y salté con que los mensajes serían interminables, a pulsación por segundo, jaja. Con lo rápido que escribes, que salen las palabras completas casi al instante.

― Jajaja, ¡qué exagerado! Tú, que eres una tortuga escribiendo.

 

A él, cuando ella bromeaba de esa manera, le entraban ganas de cogerla por el talle y comérsela a besos.

Carlos, que había bajado el volumen de la música, intentaba no perder el hilo de la conversación en cada pasada por la barra. Le divertía el juego de tira y afloja de aquellos dos.

 

― Luego tuviste a tu niño. Entonces ya estabas trabajando. El tema recurrente era siempre los malos rollos con nuestras parejas.

― Sí, eso era una constante.

― ¿Sigues en la misma empresa? -dijo él.                                                            

― No, he cambiado en varias ocasiones. Ahora estoy en una de seguridad informática. Me contrataron cuando terminé el master.

― Te veo hackeando los sistemas de la NASA. No eres tu nadie.

― Sí, pero primero empezaré con el ordenador de tu casa. Así que, si no quieres que me espante, ve quitando archivos impresentables que seguro que tienes.

― Jajaja, qué mal pensada. Si soy un trozo de pan.

― Sí, ya. Un mendrugo, mejor dicho.

― Recuerdo esos viajes que te tirabas. Alemania, Italia... anda que no vivías bien. Y de paso, cenita por aquí, polvorón por allá….

― ¿Qué dices? ¿Por quién me has tomado? Eran viajes de trabajo. Si me invitaban a cenar, no me iba a negar.

― Ya ya. Recuerdo cuando me hablaste que ibas para Alemania. No recuerdo qué decías, pero te interrumpí con un “En Alemania, una salchicha abre muchas puertas” y te hinchaste a reír. Te pille desprevenida.

― Sí, cuando quieres tienes gracia.

― Bueno, son flashes que me dan.

 

Carlos, con la excusa de seguir escuchando, sirvió un par de chupitos.

 

― Invita la casa.

― Ah, ¡gracias! -dijo él. Y brindaron por los viejos tiempos.

― Me gustaba cuando te acordabas de mi cumpleaños. Eras la primera en felicitarme. Nada más entrar al curro ya estábamos liados. Bueno, tú ibas de camino en el metro. Entrabas más tarde. Luego me felicitaban el resto de amigos y mi familia.

― Sí, a ti tampoco se te pasaba felicitarme.

― Siempre me has caído bien. Aunque desde unos años para acá cambiaste. Te volviste más reservada. Y eso que sólo chateábamos apenas un puñado de veces al año.

― Los años y las circunstancias cambian a las personas. Aunque tú sigues siendo un cabeza chorlito.

― Sí, no puedo evitarlo. Hubo momentos en que me pareció que había algo entre nosotros. No sé. Supongo que sería mi imaginación. Recuerdo que me contaste muchas cosas de tu familia. Entonces estabas liada con el inglés. En esa época hablábamos a diario. Yo te achuchaba y tú callabas o me decías que no podía ser. Siempre tan realista.

― Alguien tenía que serlo.

― ¿Nos hacemos una foto de recuerdo?

― Vale.

― ¡Perdona! -dijo al barman. ¿Nos haces una foto?

― Claro.

 

Él le pasó la mano por la cintura y la apretó contra sí. Los dos sonreían.

 

― No sonrías tanto que se te ven los empates -le dijo él por lo bajini.

― ¡Pero ¡qué dices! ¡No tengo empastes! Arréglate tú de una vez esos dientes de Hulk.

― ¡Listo! -dijo Carlos. Una foto muy simpática.

 

― Oye. ¿Y esa cicatriz? -saltó Claudia.

― ¿Cicatriz?

― Sí, en la frente. Ésta -ella recorrió con la yema de su dedo índice la línea casi imperceptible.

― Ah, sí. A veces ni me acuerdo que la tengo. Es muy ligera -él se deleitó con aquella pequeña caricia.

― ¿Y cómo te la hiciste?

― Un sartenazo -dijo sonriendo.

― Jajaja, es que eres un trasto. A saber lo que harías.

― Nada bueno.

 

El tiempo pasaba rápido y el local comenzaba a llenarse.

 

― ¿A qué hora sale tu tren mañana?

― A las 6. Tengo que recogerme ya. Quiero dormir algo.

― Sí. Venga, te acompaño al hotel.

 

En el taxi, los dos callaban. Sentados atrás, miraban por las ventanillas a los grupos de jóvenes trasnochadores que empezaban a hormiguear por las calles. Las luces amarillentas de las farolas proyectaban sobre ellos sombras movedizas. El silencio lo rompía las comunicaciones intempestivas de la radio-taxi. Cuando estaban llegando, ella giró la mirada hacia él y se encontró que la estaba observando. Así permanecieron durante un rato, en silencio, hasta que el vehículo se detuvo.

En la puerta del hotel cruzaron las últimas palabras.

 

― Bueno, pues ya hemos llegado -dijo él.

― Sí.

― ¿Y bien?

― Y bien, ¿qué?

― ¿No me vas a invitar a subir?

― No.

― Ah. Te queda muy bien esa sombra de ojos.

― No cuela.

― Bueno. Un abrazo sí dejarás que te dé, ¿no?

― Eso sí.

 

Tras un abrazo fraternal, él dijo:

 

― Me ha gustado mucho verte. ¿Ves? No había nada que temer. Otra cosa es que tú no te fiaras de tu autodominio y temieras caer en mis brazos, como así ha ocurrido.

― Jajaja. Sí, toda mi preocupación era esa. Yo también me alegro de haberte conocido. Después de tantos años, algún día tenía que ser.

― Sí. Bueno, pues seguimos por WhatsApp.

― Eso. Venga, buenas noches.

― Buenas noches.

 

Claudia se fue hacia la puerta del edificio y él se volvió en sentido contrario pensando que, a partir de entonces, ya no sería lo mismo hablar con ella.

 

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Published on e-Stories.org on 02/08/2020.

 
 

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