Roberto, hijo único y huérfano por gracia del destino, pasó de tenerlo todo a deambular hambriento por las calles. Era corredor de bolsa, treintañero, con novia y un futuro prometedor. Como buen inversor, sabía que debía mantener la cabeza fría, no dejarse llevar por las tentaciones y analizar con detenimiento los chivatazos de las bajadas bruscas. Ya se lo dijo su amigo Juan: “es mejor invertir poco y en muchas empresas, que mucho en pocas, por muy fuertes que sean”. Pero una mañana alguien de su confianza le sopló que en pocos días una de las grandes iba a caer en picado. Y así fue, una tecnológica comenzó su rápido declive y el valor de las acciones quedaron bajo mínimos. Era el momento de comprar. Vendió la mayor parte de lo que tenía desperdigado en pequeñas compañías e invirtió a saco en la que le aconsejó su colega.
Roberto sabía que tarde o temprano, esas acciones multiplicarían por dos o por tres su valor, remontarían en poco tiempo, siempre ocurría. Quizás hasta se podría retirar del mercado para vivir la vida. Pero no ocurrió así, la empresa en la que tanta fe tenía no terminaba de levantar cabeza y sus acciones seguían bajando de valor. Eso fue el principio de su debacle mental. Se desquició por la preocupación, discutía constantemente con su novia, la cosa no pintaba bien. Sin apenas dinero en el banco algo se fundió en su cabeza y perdió el norte. Lucía lo echó de casa, no quería saber nada más de él. Su obsesión por enriquecerse echó a perder la relación. Viéndose en la calle, y con sus acciones sin apenas valor, terminó vendiéndolas. Con lo poco que le quedó alquiló un apartamento y comenzó a buscar trabajo. Pero como suele ocurrir, las desgracias nunca vienen solas. Una y otra vez se estrellaba con el rechazo en su búsqueda de empleo. Cayó en depresión, sin dinero con que pagar el alquiler, sus amigos le dieron también de lado. “Vaya racha” pensó. Para ahogar las penas, el poco dinero que le quedaba lo gastaba en bebida y sin un lugar donde dormir, pasaba las noches debajo de un puente, en compañía de mendigos más veteranos. Fue a más con el alcohol que, sumado a su estado depresivo, lo terminó de trastornar. Aunque conservaba cierta lucidez, aquel circuito quemado en su cabeza desencadenó otros males como pérdidas de memoria y paranoia.
De la noche a la mañana, se convirtió en uno de tantos mendigos, durmiendo sobre cartones y matando el frío con tragos de vino barato de brick. Deambulaba por la ciudad, pasaba inadvertido como parte decadente de la urbe, con sus ropas desgastadas y su piel cada vez más ennegrecida por la suciedad. Pasaba las noches en cualquier rincón, al abrigo del frío, abrazándose las piernas y escondiendo la cabeza para resguardarse de la gelidez de la noche.
Pasó el tiempo y llegó el verano. Como un barco a la deriva, andaba por calles y parques sin rumbo fijo. En una ocasión se adentró en una zona sin edificar de la ciudad, repleta de desechos de todo tipo. Le dio una patada a una gran lata oxidada y esta dejó al descubierto algo parecido a una tetera “escuchimizá”, pero estilizada y de pequeño tamaño. Se inclinó para recogerla y vio que, aunque mugrienta, tenía unos grabados muy bonitos. Con el puño de su jersey la frotó para quitarle la suciedad y poder ver mejor los relieves. En ese momento esa cosa cobró vida y comenzó a vibrar. Roberto se asustó y la dejó caer. Del pitorro surgió un humo verdoso que fue tomando la forma de un enorme genio que se desperezaba sin ninguna educación, abriendo la boca hasta enseñar la campanilla.
—¡Vaya sueñecito más bueno me he echado! Gracias por despertarme. Este lugar no lo conozco. Cada vez aparezco en un sitio distinto. En fin...
Roberto, impresionado por la aparición dio un paso atrás con la mirada hacia arriba y la boca abierta.
—Bueno, como ya sabrás por el cuento, tienes derecho a tres deseos. No puede ser nada que perjudique a ser viviente alguno. Tampoco puedes pedirme que clone la lámpara para hacer realidad todo lo que se te antoje ¡que te veo venir!
El desdichado le siguió el juego aun sabiendo que estaba alucinando. Se quedó pensando unos milisegundos antes de decir:
—Quiero ser asquerosamente rico, con dinero inagotable.
—No eres tonto, no -dijo el genio. Tu deseo se hará realidad, ¿qué más?
—Quiero una familia, una mujer a quien querer y que me adore, y un par de niños que ronden los siete años, que es una buena edad.
—Bien, ¿y el tercero?
—Quiero que los políticos gobiernen de verdad para la gente y sean honrados. Con sueldos medios y que no metan la mano donde no deben.
—Eso último que has dicho “touched my heart”. Nadie, desde que tengo uso de razón me ha pedido tal cosa.
—Vaya, pero si sabes inglés -dijo Roberto desconfiado. ¿No me estarás tomando el pelo?
—No, no. Es que estoy haciendo un curso con el móvil, hay que adaptarse a los nuevos tiempos -dijo socarronamente el genio— Tus deseos se harán realidad mañana cuando despiertes. Y ahora, hazme un favor, si no es mucho pedir. Coge la lámpara y escóndela en algún sitio que nadie pueda verla en años.
Diciendo eso, el genio redujo paulatinamente su tamaño para introducirse en su pequeño cubículo, dispuesto a dormir una larga temporada. Roberto se retiró preocupado. Nunca había tenido alucinaciones antes, quizás se estaba volviendo majara. Al atardecer, buscó un banco en el parque para dormir a la fresca en aquella noche de verano. Cuando despertó se encontró en una cama de matrimonio, con sábanas de seda. Se refregó los ojos creyendo estar soñando. A su lado dormía una mujer. Aquel fue el primer día de una nueva vida llena de felicidad, con una familia donde se encontraba tan a gusto como nunca había estado antes. En el transcurrir de los días, poniéndose al día con las noticias, vio cómo su tercer deseo también se había hecho realidad. Al parecer, el gobierno estaba haciendo las cosas bien y cada semana los medios de comunicación anunciaban nuevas medidas para el bienestar de la población.
El tiempo pasaba y todo iba viento en popa hasta que cierto día, tuvo un ligero mareo al que no dio mucha importancia. El caso es que aquello fue a más, y no había día que no tuvieras varios episodios de aquellos. Preocupado, fue al médico. Tras numerosas pruebas, resultó que tenía un tumor cerebral en un estado bastante avanzado. Quizás, si hubiera acudido antes podrían haber tomado medidas, pero ya poco podían hacer. La cirugía era arriesgada, quizás con la quimioterapia podrían detener el avance de su mal. Le quedaba poco tiempo de vida. Aquello fue un shock tremendo para él y su familia. Aun así, no se rindió. Tenía todo el dinero del mundo, acudiría a los mejores y más renombrados médicos. Quizás alguno podría ayudarle a superar aquello.
Luis adoraba a su hermana Elena, algo mayor que él. Tenía mucha paciencia y siempre le había tratado con cariño. Ese carácter tranquilo le era muy útil en su profesión. Era bióloga, especializada en el desarrollo de nuevos medicamentos. Su trabajo de investigación le apasionaba, y estaba convencida de que había nacido para aquello. Su padre, sin embargo, era lo opuesto a ella, perdía en seguida los nervios ante cualquier contrariedad. Con su hermano, aunque lo intentaba guardando la calma en un principio, terminaba impacientándose, así que le dejaba a ella la tarea de atender la mayor parte del tiempo a Luis. Quizás, el tener que lidiar con tres hijos él solo, le pesaba. La pequeña se llamaba María, contaba ocho años y era un torbellino que revolucionaba todo a su alrededor. No paraba quieta un momento.
Elena iba al parque próximo a su casa todas las tardes con sus hermanos. Mientras permanecía sentada con Luis en un banco, María jugaba con otras niñas, corriendo de aquí para allá, y disipando el exceso de energía de su pequeño cuerpecito.
Le hizo una señal a su hermana para que se acercase.
—María, quédate un momento con tu hermano en el banco, que tengo que ir a la farmacia. No os mováis de aquí. ¿De acuerdo?
—Sí, pero no tardes, que me están esperando mis amigas—dijo la pequeña refunfuñando.
Luis vio a su hermana marcharse por el sendero del parque.
—¡ Elelelenaaaa!, voy con con contigo.
—No, quédate ahí con María. Yo vuelvo enseguida.
Agachó la cabeza, entristecido, haciendo muecas y susurrando “No no no tardes”. Habían pasado solo cinco minutos y María, impacientada, se removía nerviosa en el banco. Le dijo a su hermano:
—Luis, quédate aquí sentado, que Elena ya mismo llega, ¿vale? Yo voy con mis amigas. Te estoy vigilando, ¿eh?— Dijo inquisitoriamente con el dedo.
Salió pitando hacia sus amigas y Luis, al verse solo, se puso algo nervioso. Miraba a su hermana pequeña jugar, pero el tiempo se le hacía eterno sin compañía. Ya no pudo aguantar más y se levantó yendo en la misma dirección que Elena, para buscarla. Sin apenas sentido de la orientación, se desvió del sendero y se adentró en la zona de árboles.
Al rato, llegó la hermana mayor y al ver el banco vacío, se le aceleró el corazón. Miró al grupo de niñas y fue corriendo hacia ellas.
—¡María! ¿no te dije que te quedaras con tu hermano? ¿Dónde está?
— Estaba en el banco, le advertí que no se moviera.
—¡Pues se ha ido! ¿No te das cuenta de que no sabe valerse por sí solo? ¡Ven conmigo a buscarlo ahora mismo!
Luis llevaba un rato andando y llegó al límite de parque. Estaba asustado y no hacía más que llamar a Elena. Por aquella zona sin vegetación no había gente paseando. Se encontraba solo y cada vez había menos luz. Cansado, se sentó en el suelo de tierra, apoyándose en los restos de un sillón que algún incívico había dejado arrumbado. No hacía más que repetir el nombre de su hermana y comenzó a sollozar. Enrabietado, cogía las piedras a su alrededor y las tiraba lejos. Una de ellas, bastante gruesa y pesada, la agarró con ambas manos y la despidió apenas un metro. En el hueco que había dejado la piedra vio algo que le llamó la atención. Nunca había visto nada igual. Era un objeto metálico con un asa y una boca alargada. Pensó que aquello seguramente serviría para contener líquido. Lo cogió y jugueteó con él. Le daba seguridad tener algo en las manos, así que lo abrazó y lo intentó limpiar, frotándolo con su ropa. Aquello comenzó a vibrar y se asustó, soltándolo de inmediato. Una nubecilla verde surgió de la boca alargada hacia arriba, haciéndose más y más espesa hasta adquirir la forma de un genio.
—¡Pero bueno! ¿Es que aquí no se puede dormir tranquilo? ¿Has sido tú quien me ha despertado?— Luis lo miraba boquiabierto sin poder articular palabra.
—¿No dices nada? ¿Te comió la lengua el gato?
—¿Qui qui quién eres?
—Soy el genio de la lámpara. ¿No has oído hablar nunca de mí? — Luis negaba con la cabeza, de nuevo con la boca abierta.
—Es mi deber conceder tres deseos a quien me saque de mi sueño. Pídeme lo que quieras y se hará realidad
—¿Qué es un deseo?— dijo Luis desconcertado.
El genio, advirtiendo su problema, se armó de paciencia y le explicó qué significaba y las cosas que no estaban permitidas pedir.
—EEElena, qui qui quiero que que descucubra una me me medicina que lo lo lo cure todo.
Su hermana mayor hablaba mucho de su trabajo con él. Le contaba lo que hacía y que soñaba con hacer un gran descubrimiento algún día. Se acordó de aquello, la quería tanto que solo deseaba verla feliz.
—¿Quién es Elena?
—Mi mi mi hermana, sí, sí, EEElena.
—Ah, muy bien, pues tu deseo se hará realidad al alba.
—¿Qué más quieres?
Luis se atascó y no hacía más que repetir el nombre de la hermana.
—Bueno, ya veo que no quieres nada más, me despido pues. Tu hermana estará contigo aquí en cinco minutos, no te preocupes.
El genio volvió a encogerse ante la mirada atónita de Luis. Pasados unos minutos sus dos hermanas lo encontraron sentado en el suelo.
—¡Luis!, ¿estás bien?— dijo Elena abrazándolo de la alegría. Anda, levántate.
Mientras se levantaba del suelo, señalaba la lámpara que reposaba en la tierra.
—La la la lámpara...
—Deja ese trasto viejo, no sirve para nada—, y se fueron.
Al día siguiente, Elena se encontraba en el trabajo, en su tarea habitual con el microscopio, ensayaba combinaciones de sustancias, anotando los resultados en un cuadernillo. Esa mañana, en una de las pruebas, pudo ver por el aparato cómo células maltrechas y a punto de morir, sanaban a una rapidez inusitada. Sin poder creer lo que veía, cogió otra muestra y volvió a realizar el ensayo. El resultado fue el mismo, el tejido dañado se recuperaba de su agonía y se revitalizaba. Rápidamente llamó a su jefe y le dijo que mirara por el microscopio. Igualmente quedó atónito.
—¡Es increíble! ¿Tú sabes qué repercusiones puede tener esto?—Estalló en una carcajada sonora, abrazando efusivamente a Elena.
Aquel descubrimiento se extendió a un ritmo frenético y apareció en los titulares de todas las revistas científicas. Tras la realización de numerosas pruebas con enfermos de cáncer y otras enfermedades degenerativas, los resultados fueron sorprendentes. Los pacientes sanaban y lograban recuperar sus vidas. No tardaron en hacerse eco los medios públicos y en poco tiempo fabricaron el medicamento masivamente, aun sin saber si a la larga podría tener algún efecto adverso.
Elena estaba exultante. Había descubierto algo que cambiaría la medicina tal como se conocía hasta el momento. La esperanza de vida aumentaría exponencialmente y la gente ya solo moriría por cuestión de edad y no por enfermedades. Luis la veía tan feliz que se contagiaba de su alegría. Había dado un paso de gigante en su carrera.
Roberto pensó que ya no tenía nada que perder y aunque los médicos le advertían que cualquier esfuerzo era inútil, se lanzó a tratamientos de todo tipo: quimioterapia, hormonas, trasplante de células, radioterapia... Lo único con lo que no se atrevió fue con la cirugía. Si algo salía mal, no lo iba a poder contar. Después de todo aquello, trasladó su residencia habitual a la habitación de un hospital. Viendo las noticias, fue cuando se enteró del descubrimiento de Elena, y del fármaco que iba a ser la esperanza de tantos enfermos. En seguida quiso hablar con su médico y le comentó lo de la nueva medicina. El doctor le dijo que aún no sabían el alcance de sanación del mismo, ni si tenía efectos colaterales en cierto tipo de enfermedades. Roberto hizo oídos sordos a todo lo que le decía. Se estaba muriendo y no dudaría en agarrarse a un clavo ardiendo si aquello iba a mejorar su situación.
Tras varias semanas tomando aquel medicamento, Roberto se curó y pudo regresar a casa. Movió hilos para tener una entrevista con Elena, quería agradecérselo personalmente. Una vez se vieron, le dijo que estaba proyectando la construcción de un gran centro de investigación y quería que ella lo dirigiera para que continuara su prometedora carrera. Por el dinero no debía preocuparse, nunca le faltaría para sus trabajos y nuevos descubrimientos.
Y así fue como el deseo de Luis cambió la vida de mucha gente, comenzando por la de su hermana, a la que tanto quería y que ahora veía feliz. Roberto, tras la amarga experiencia de su enfermedad, se dio cuenta de lo poco que sirve tenerlo todo, si falta lo más importante, la salud. Aquello fue un punto de inflexión en su vida y cambió por completo su forma vivir.
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Published on e-Stories.org on 05/23/2020.
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