En un tiempo muy remoto, en una aldea perdida de la montaña un hombre se retorcía de rabia con las manos atadas a la espalda, sentado sobre la fría pared de piedra de una cueva. De su boca emanaban toda clase de barbaridades hacia los que pausadamente levantaban un muro de rocas ante él. Su intención no era otra que enterrarlo vivo como castigo a sus fechorías, con las que había quitado la vida a numerosos habitantes de la aldea.
Vigilando el cierre del habitáculo se encontraba un hombre alto y enjuto, de tez dura y mirada impasible.
—Morirás lentamente en la oscuridad y desearás no haber nacido —dijo el regidor del lugar dirigiéndose al condenado.
—Maldito canalla, ¿crees que me vas a amedrentar? Me río de tus palabras —respondió el villano terminando con un salivajo que apenas recorrió un par de metros.
Aquel hombre debía estar trastornado pues se jactaba de sus hechos sin atisbo de culpa. Fue por esa razón y no otra que decidieron infligirle esa pena tan severa y no quitarle la vida sin más y evitarle sufrimiento. Acabaría sus días por desnutrición y falta de aire, si no terminaba de trastornarse del todo antes en la oscuridad, tratando de quitarse la vida de alguna manera.
El muro avanzaba habiendo sobrepasado ya la mitad de su altura. Apenas quedaba un metro para terminarlo y sellarlo completamente. No debía de quedar resquicio por el que pudiera entrar aire.
—Escucha viejo patán. Esto no quedará así. Algún día saldré de aquí y acabaré con toda tu estirpe. Acuérdate de lo que te digo. No importa el tiempo que transcurra, volveré y me recrearé con los de tu sangre —dijo el reo, y estalló en una hilaridad demente que hizo que los empleados aceleraran su ritmo para terminar su trabajo, tal era su espanto al escucharle.
Acabaron de sellar el hueco, escuchando aún las voces apagadas del desgraciado tras las piedras. Los tres se dirigieron hacia la salida que se encontraba a unos cincuenta metros. La noche había cerrado y continuaron su camino hasta la aldea con las antorchas que usaron para iluminar el interior de la cueva.
El reo perdió la vida por falta de aire antes que por hambre, por lo que su muerte fue agónica.
Transcurrió el tiempo, y la pequeña aldea se convirtió en una urbe donde se levantaron grandes edificios y en la que la vida bullía en toda su extensión. Siendo una zona en la que los movimientos sísmicos eran habituales, aunque de poca importancia, llegó el día en que una fuerte sacudida hizo que los edificios se tambalearan y algunas carreteras se resquebrajaran quedando con enormes grietas y socavones.
El temblor afectó igualmente a la cueva en la que cientos de años antes sepultaron al asesino de la entonces aldea, haciendo que el muro de piedra que aún mantenía aquel habitáculo sellado sucumbiera a la intensa sacudida. Algunas piedras de la parte superior cayeron al suelo, permitiendo que aire nuevo entrase y dejando en libertad al que permanecía viciado en su interior. El reo que perdió la vida en aquel lugar no quiso abandonar este mundo, quedando su espíritu aletargado a la espera de una oportunidad para saciar su sed de venganza. Como si de un náufrago se tratara, aquella bocanada de aire limpio le insufló vida. Escapó de su encierro como alma que lleva el diablo apropiándose de aquella corriente y materializándose en ella para así poder llevar a cabo sus planes.
Parte del linaje del entonces regidor vivía en la ciudad. Un puñado de familias llevaban su sangre, dedicándose sus miembros a oficios de lo más variopinto. Carlos era oficial de policía en una de las comisarías de la ciudad. Estaba especializado en la investigación de crímenes y era una figura de renombre en el cuerpo policial de la ciudad. Un día, un nuevo caso llegó a sus manos. Cuál fue su sorpresa cuando paró el coche en la entrada de la vivienda de uno de sus primos. La mujer esperaba en el porche y tenía a una criatura en brazos que no paraba de llorar, al igual que ella, en un estado de nerviosismo que le provocaba espasmos.
—¿Qué ha ocurrido, Ana? ¿Estáis bien? —dijo Carlos.
—¡Pedro! ¡Ha sido terrible! —logró articular entre sollozos.
—Tranquilízate, dime qué ha pasado.
—Estaba en la cocina con la niña y cuando volví al salón me lo encontré con la espada de la pared atravesándole el cuello.
—¿Pero, como ha ocurrido?
—No lo sé. La lámpara del techo se movía. Está muerto, Carlos. —ya no quiso hablar más y se abrazó a su hija deshaciéndose en lágrimas.
Carlos entró en la vivienda con sus subordinados. Todos llevaban guantes y tenían mucho cuidado de no mover nada de su sitio. La cerradura de la entrada no parecía haber sido forzada y todo estaba en orden. Cuando vio a su primo, inerte en el suelo con la espada ensangrentada atravesándole la garganta, no pudo evitar el sentimiento, pero se inhibió para que no le vieran afectado sus hombres. El cuerpo yacía frente a la chimenea. Un escudo de madera broquelado de vistosos colores se encontraba junto al cuerpo. En la pared desnuda de la chimenea un grueso cáncamo curvo en el centro de un cerco que contrastaba con el resto, evidenciaba el lugar que había abandonado el blasón que sostenía la espada.
Se preguntó cómo había podido caer el escudo al suelo saliéndose de su sujeción. Después de observar el salón no vio indicios de crimen, y solo pudo concluir que había sido un fatal accidente. Tampoco se explicaba el movimiento de la lámpara. Afectado por lo ocurrido, se tomó unos días de descanso, también para estar con la familia del fallecido. De esa manera pudo ver a algunos familiares que hacía tiempo que no veía, y que por desgracia volvía a encontrar en aquellas circunstancias.
A pesar de que había pasado una semana desde fatal suceso, no paraba de darle vueltas a la cabeza la forma en que había ocurrido el accidente. Pero aquello no fue más que el comienzo. Ese fue la primera de las muchas desgracias que ocurrieron a continuación. Cada semana tenía la noticia del fallecimiento de alguien de su familia en circunstancias extrañas.
La siguiente víctima fue su hermana. Acabó sus días con la cabeza abierta por el fuerte impacto de una maceta que cayó de un octavo piso en un día tranquilo sin viento alguno. También un sobrino suyo que trabajaba limpiando cristales de edificios murió decapitado al descolgarse inexplicablemente la plataforma en la que trabajaba y resbalar por ella segando su cuello unos de los cables de sujeción. Otro caso fue el de su tío, director de una importante empresa. Se encontraba trabajando en su despacho cuando la gruesa ventana abierta tras él dio un bandazo violento y lo desnucó.
Carlos no salía de un drama para encontrarse con otro. No sabía el porqué de aquella maldición familiar. Estaba hundido y a la vez temeroso que él fuera el siguiente. No tenía la más remota idea de qué se trataba hasta que un día un suceso estuvo a punto de acabar con su vida. Se había retirado un tiempo a la casa de campo con su familia. Sentado en un asiento de mimbre leía tranquilamente el periódico cuando a su hija, que estaba haciendo deberes en la mesa, se le cayó al suelo el portalápices, desparramando de colores la tierra ocre junto a los pies de Carlos. Este se agachó a recogerlos y de repente un trozo de chapa que apareció repentinamente voló sobre su cabeza y se clavó en el árbol hiriendo el tronco. Cuando se incorporó, se quedó blanco como la leche. De no agacharse, hubiera sido decapitado. Las ramas del árbol aún se zarandeaban por la corriente de aire que había traído aquel objeto mortal. Tomó a su hija de la mano y se fueron corriendo al interior de la casa.
Ahora tenía claro que él era el siguiente y de qué forma sucedían los hechos. Recordando cómo habían fallecido cada uno de sus familiares, dedujo que una corriente de aire como la que había presenciado y que milagrosamente no llegó a matarlo pudo ser la causa de aquellas desgracias. Aquello era algo sobrenatural y contra lo que no podía luchar. Sin embargo, decidió reincorporarse al trabajo. Reunió a su equipo exponiendo los hechos y trazando el plan a seguir. A pesar de la incredulidad de algunos, todos se pusieron manos a la obra.
En la comisaría, Carlos se encontraba en su despacho. Las ventanas estaban cerradas. Habían manipulado la puerta e instalado un mecanismo de cierre automático, entre otras cosas. Todas las puertas de la comisaría debían permanecer abiertas, incluida la de su lugar de trabajo. Habían trabajado duro para que todo estuviera a punto, a la expectativa de acontecimientos.
Aquello que esperaban no tardó en manifestarse. Una fuerte corriente de aire desparramó por el suelo los papeles de algunas mesas. El sobresalto fue mayúsculo. En el extremo del despacho de Carlos había instalada una mesa metálica. Era totalmente opaca y no podía verse lo que había bajo ella. Sobre la mesa, una base sólida y pesada sostenía en pie un molinillo de papel de vivos colores. De repente comenzó a girar a tal velocidad que dibujaba en el aire bandas circulares. Carlos levantó la vista de sus papeles al percibir el movimiento. La puerta del despacho se cerró y de unos orificios que había en la mesa metálica comenzó a salir un humo blanco. Este fue inundando la estancia poco a poco con un movimiento enloquecido a causa de la corriente. Carlos estaba a salvo de aquello que le amenazaba. La gruesa mampara que dividía su despacho en dos lo aislaba del humo. Se levantó de su silla y se acercó al cristal de protección observando lo que había tras él.
—¿Qué diablos eres? —preguntó Carlos en voz alta, sin esperar respuesta.
El humo lograba hacer perceptible la corriente. Se arremolinó e impactó violentamente contra el cristal haciéndolo vibrar, pero sin lograr romperlo. Una y otra vez golpeaba la mampara, consiguiendo hacer dudar a Carlos si resistiría tanto envite. Le pareció ver una figura humana dibujada en aquellas formas en movimiento, aunque desechó la idea, pensando que era fruto de su imaginación.
Los mismos orificios que sirvieron para hacer salir el humo comenzaron a absorberlo. La aspiración fue en aumento gradualmente hasta llegar a su máxima potencia. El humo fue desapareciendo poco a poco hasta que no quedó ni rastro de él. Los fuertes golpes sobre el cristal cesaron y el molinillo de viento se detuvo.
Bajo la mesa, el recipiente de acero del que había salido el humo, volvió a contenerlo, pero junto a él un nuevo huésped le hacía compañía.
Todo había acabado. Trasladaron en un barco el recipiente y lo lanzaron a las profundidades marinas para que el mal que contenía nunca volviera a dañar a persona alguna.
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Published on e-Stories.org on 10/11/2020.
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