Rumbo a mi casa, que es su casa, hay una cancha de pasto en donde los niños suelen jugar por las tardes. Hace rato pasé por delante en mi bicicleta, venía de combatir los fríos de diciembre con una buena pedaleada. Para hacerle honra al espíritu deportivo me había calzado los tenis de correr, los acompañé de un short despintado, una playera de un equipo que ya ni existe y una sudadera, de las viejas, para no sentirme mal si se apesta a sudor.
La rodada iba perfecta, el calor ya se había ido, aún cuando el frío viento me apretaba como consecuencia de la inercia que tomé en una pendiente. Al menos una mano en el freno y al menos un ojo hacia adelante. Es el dogma de fe que guardo desde la última vez que me chocaron, y es el lema que me salvó de montar un balón que estaba a medio camino. Las llantas hicieron lo suyo y alcancé a esquivar la amenazante esfera amarilla.
Unos cuatro niños me miraban desde la cerca de la cancha.
Daba igual, ya me había detenido. Dejé la bicicleta ahí tirada y caminé fui hasta donde estaba la pelota. Me disponía a patearla hacia donde estaba la cancha, pero la voz del niño más grande me interrumpió.
Eso dolió. En un acto de mero orgullo le di una patada a la bola con la pierna izquierda, para que aprendiera a respetar. El balón no llegó ni a la cerca. Caminé algo molesto hasta el balón y lo pasé, ahora sí, aventándolo con las manos.
Los demás niños comenzaron a reír. No me iba a poner a discutir, me reí yo también.
Señaló a mi rodilla derecha, especialmente a la rajada de seis centímetros que en alguna gloriosa tarde me hice mientras jugaba. No sé si fue un reflejo, o mera vergüenza, pero me agaché y me tapé la cicatriz con la mano.
Ahí todo cambió, al estar inclinado quedé a la misma altura que los niños. Sentí que me miraban como a alguien inferior. Uno más al que le pueden ganar los cinco pesos que se apuestan en los partidos.
Si supieran.
Si tuvieran alguna idea de lo que llegué a hacer con la bola en los pies. Si hubieran estado en esa final que di el gol del gane, si hubieran visto lo que a su edad hacía. El día que me convertí en Hugo Sánchez (o al menos así me sentí) y levité en el campo, navegante de un tiempo casi congelado, para patear la redonda en una acrobacia que cualquier periódico hubiera titulado como “la chilena perfecta”. Si hubieran visto dónde entró ese balón, si hubieran sido yo.
Pero ¿qué podía decirles?, esos niños tenían, a lo mucho, once años. ¿Cómo les hago entender? Que no soy un don nadie, un oxidado, alguien que se dice ser, pero se justifica con la neblina del “cuando estaba más chavo”.
Quería hablar de lo que he hecho, que entiendan que en esta vida no he sido sólo un espectador. Que podré ya no patear bien un balón, pero que en mi vida hay otras cosas que me hacen valioso. No parece lógica tanta frustración por demostrar mi valor ante un niño, pero por otro lado ¿qué sabe él de la vida?
Tal vez es la necesidad inherente del humano a ser admirado, el ego, que a todos nos ha hecho soñar con ser reyes. Hay tantas historias, fruto del ego, que al querer contarlas no sabemos si las vivimos nosotros o fue alguien más. Es difícil no querer sentirse el salvador del día, el factor determinante para que los demás obtengan algo de felicidad, la fuente del bienestar, alguien al que los otros le deban su agradecimiento por el simple hecho de existir.
Eso me lleva a pensar en la veracidad del concepto que tengo de mí persona. ¿Realmente valgo tanto, o tan poco? Te podría contar cien anécdotas en las que me sentí el héroe, pero al analizar cada una de ellas veo siempre que hay una alta dosis de ego y de un deseo insaciable por contarme una buena historia de mí. Es el hecho de creer que tienes otra vida y de esa vida hacerte una historia.
¡Y qué buenas historias me he hecho! Una vez, mientras trabajaba en un taller de soldaduras fui un huérfano que no tenía más opción que ofrecer sus servicios a un soldador que me pagaba con comida y con permitirme dormir dentro de uno de sus autos. Recuerdo cuando fui ganador del Tour de France y levanté mis manos en celebración hasta que un bache me regresó hasta el suelo y a la realidad.
O todas esas ocasiones en las que mis trabajos de la universidad son buscados por grandes asociaciones, conscientes de que lo que hice salvará al mundo. Tantas y tantas veces me han llamado gobiernos, científicos y famosos para pedir mi consejo, el consejo de un amigo, de alguien que sabe, de alguien útil.
A ratos he sido Ricardo Montaner, o José José, cantado con el corazón en las manos frente a miles de espectadores, mientras mi enamorada me ve y se da cuenta que soy yo el hombre que ella va a amar toda su vida. ¿Y cómo les platico de todas esas veces en que he tocado la guitarra en la banqueta? Y un adinerado pasa y se conmueve con la sinceridad de mis acordes, tanto que termina por patrocinarme.
Tengo varias novelas publicadas, la gente me agradece por la sinceridad de mis historias, me dicen que les cambió la vida. Ya van unas cien casas que le compro a mi mamá con el dinero que gano por ser un empresario exitoso. He hecho cerca de mil viajes por todo el mundo y tengo anécdotas para contar toda una vida. A mi hermano lo he salvado de morir ahogado, quemado, intoxicado y hasta comido por un oso.
No me lo van a creer, pero he muerto varias veces. ¡Qué buenas últimas palabras he dado! Siempre mirando a los ojos a mis familiares mientras les doy mis últimos consejos de vida, ellos abren grandes los ojos, como si se escuchara mejor con los ojos bien abiertos. He muerto y he vuelto a vivir, para morir de nuevo y ser otra persona.
Así creo que se debe vivir, siendo mil personas, pero ninguna a la vez, creyendo la magia de una vida prestada, hasta que la realidad te tome y te sumerja en otra vida en donde eres otro, con otro pasado, con otro futuro. ¿Y qué no somos todos actores? Encerrados en un drama en donde las escenas cambian cada minuto, pero con la oportunidad de escoger el personaje.
Por eso cuando cantes sé Adele, cuando corras no te olvides de sentirte orgullosamente jamaiquino, cuando pelees sé aquel que no se rindió y por eso ganó. Cuando viajes sé un local, cuando aconsejes sé un roble, cuando rías sé una goleta, cuando bailes sé el viento, cuando llores sé la lluvia, cuando ames sé el sol, que aún a la distancia sabe calentar.
Y es que eso quiero ser, mi querido niño, quiero ser todo, un cuentacuentos que disfrace la vida de lo que ella necesite ser para no perder su brillo.
Me volvió a insistir mientras seguía viendo mi rodilla. Negué con la cabeza y me fui apartando del lugar.
Tal vez hubiera sido mejor ponerme un joger en vez de un short.
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Published on e-Stories.org on 12/07/2020.
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