Jona Umaes

Laberinto

          En su viaje a Marruecos, una de las ciudades en la que Juan y el grupo con el que viajaba pararían sería Fez. Llegaron prácticamente de noche a la ciudad. Después de estar casi la totalidad del día sentado en el autobús, tenía las piernas entumecidas. Durante el trayecto pararon un par de veces, una para comer y otra para repostar. El guía reunió al grupo en el hall hotel y tras unas breves instrucciones y repartir las llaves de las habitaciones, el grupo se disolvió.

          Tenían una hora para descansar, antes de la cena. El hotel necesitaba un lavado de cara urgente. El mobiliario, antiguo y descuidado, hacía juego con una cama de colcha descolorida y rancia. Cuando la apartó, unas sábanas níveas vieron la luz, desprendiendo un olor a lavanda que limpiaron el ambiente “manío” de la pieza. Aun así, Juan abrió la ventana para que se renovara el aire. Después una ducha en un baño que se caía a pedazos, se preparó para bajar y llenar el estómago.

          El restaurante del hotel apenas tenía una decena de mesas redondas, aunque no todas iguales. Las había que podían albergar a ocho personas holgadamente, y otras más pequeñas para cuatro. El techo y las paredes estaban decorados con vistosas lámparas y relieves arabescos. Era lo mejor que tenía el salón pues la cubertería había perdido el brillo hacía mucho tiempo y en la ropa de mesa era raro no encontrarse un lamparón. La comida era variada y muy condimentada. Por supuesto, nada de pescado: carne, verdura, pasta, legumbres y otros manjares indeterminados. El aspecto, no muy agradable, resultó ser engañoso, pues para sorpresa de Juan, escondía sabores exóticos muy ricos al paladar.

          Cuando terminaron de comer, Juan se quedó un rato en el hall del hotel, admirando la decoración. Aunque todo lucía viejo, tuvo que tener sus momentos de esplendor, quizás antes de que él naciera. La música apagada de una actuación en directo llegaba en oleadas a sus oídos. El tránsito de gente que abría y cerraba la puerta abatible del café—bar, dejaba escapar, por momentos, la melodía y percusión de los músicos.

 

—¿Habéis ido a donde la actuación? —preguntó Juan a una pareja de “madriles”.

—Sí, no te lo aconsejo. Es cutre, cutre. Está lleno de moros. La única mujer es la bailarina —dijo la chica.

—¿En serio? ¿No hay turistas?

—No te digo lo que parece, pero te lo puedes imaginar.

—Voy a "goler" un poco…

 

          Juan se acercó a la entrada, la música se filtraba por la rendija de la puerta. Empujó una de las alas y sin llegar a entrar se asomó. El ambiente era oscuro, con luces de colores, y repleto de hombres sentados mirando el contoneo hipnotizante de una mujer con escasa ropa. Al ritmo de unos timbales y la melodía de violín que emitía un teclado, la danzarina meneaba sus posaderas a ritmo frenético, y se retorcía cual serpiente encantadora. Los hombres volvieron la vista hacia Juan al ver que la puerta no terminaba de cerrarse. Con mirada inquisidora y hostil, hicieron que este retrocediera, intimidado.

          "Lástima que no quieran forasteros. La música no sonaba nada mal, y la chica…", pensó. Hizo un gesto de sacudida con la cabeza para deshacerse de tales pensamientos y subió a su habitación a descansar.

          Por la mañana, acostumbrado a madrugar, no iba a ser distinto en esa ocasión. Fue el primero en aparecer por el salón. Se encontró con una sorpresa. Todas las mesas estaban llenas de moros desayunando, salvo una. Como el estómago le rugía de hambre, allá que fue a coger el sitio libre y fue sirviéndose en el autoservicio. Todos eran hombres y vestidos de negro. Él era el que daba el cante, por un lado, por su sudadera azul vivo, por otro, era el único extranjero allí. Aquel hotel parecía ser un lugar de encuentro, como un bar cualquiera, donde la gente iba a desayunar o evadirse por la noche. El resto del tiempo el hotel era para los turistas. Consciente que era centro de las miradas, Juan hizo como si nada ocurriera y tomo su desayuno, no sin cierta incomodidad, ya que los moros, cuando se reúnen, hablan muy alto. Él los miraba, en ocasiones, y le imponía ver tanto lugareño de oscuro, hablando sabe Dios qué. Aquel día también se despertó antes porque la ventana de la habitación no llegaba a cerrarse del todo de lo vieja que estaba, y a las seis de la mañana, de un altavoz en algún lugar de la ciudad, surgió un canto continuo y lastimero. A esas horas, donde todo era silencio, le impresionó sobremanera, pues parecía que inundara toda la ciudad con ese sonido.

          Cuando terminó de desayunar, preparó sus cosas para la salida a las 9.30h, que era la hora convenida en coger el autobús que les llevaría a La Medina. Primero fueron a lo alto de un monte donde había una torre bien restaurada y se podía ver toda la extensión de la antigua Fez. El guía hablaba aceptablemente español, pues había estado casado con una española y vivido en Barcelona durante un tiempo. Era bajito, de poco pelo, piel oscura, y alegre de expresión. Se reía mucho, pero tras la apariencia de bonachón se escondía el alma de moro, que de todo quieres sacar beneficio.

 

—Ahora visitaremos La Medina. Mucho cuidado con perderse. Hay miles de calles, todas estrechas, y repletas de turistas, aparte de la gente que vive ahí y los comerciantes. Es un auténtico laberinto. Yo me he criado aquí y me la conozco de memoria. Solo alguien que haya vivido en este lugar una serie de años puede llegar a conocerla. Guarden las cosas de valor o que llamen la atención. No suele ocurrir nada, pero como en toda gran ciudad, siempre hay maleantes.

 

          El guía tenía su recorrido trazado y realmente conocía aquello por la forma de moverse entre tanto callejón. Caminaba extremadamente rápido y no llevaba ningún objeto llamativo para que el grupo lo diferenciase entre la riada de personas que recorrían aquellas calles. Les llevó a varios comercios, donde se llevaría su comisión según las ventas. Los precios los inflaban, porque los mismos productos, en pequeños puestos de calle, costaban la mitad o menos, pero era un dinerillo extra que sacaba y ayudaba también a aquellas familias que seguramente conocía de toda la vida.

          A Juan apenas le daba tiempo a hacer fotos, pues en más de una ocasión le ocurrió que se despistó por entretenerse más de la cuenta. Tuvo que tomar como referencia a una chica del grupo que llevaba una camisa roja, para no desorientarse. Apenas podía ver la calva del guía, por su escasa estatura y lo rápido que se movía. El tipo tenía razón. Aquello era un mar de calles angostas, a veces cubiertas con techo bajo y oscuras. Había puestos de ropa, comida, y todo tipo de productos por doquier. Muchas tiendas estaban camufladas tras puertas de lo que parecían casas. Una vez dentro, impresionaba la cantidad de productos que tenían a la venta. Con colores vistosos, muy iluminados, para que entrase bien por los ojos y apabullase a los turistas. De allí era imposible irse sin llevarse algo. Todo era precioso y exótico. Siempre había una persona que daba una charla con lo que allí había a la venta, con voz potente y rápida, típica del vendedor curtido que quiere evitar que la gente piense y se deje llevar por los sentidos.

          Tras la comida en un restaurante, a elección de guía, por supuesto, ya poco quedaba que ver, pues la luz había disminuido considerablemente. El sol había comenzado su descenso y las calles eran presa de las sombras, que en poco tiempo se adueñaría de todo. Durante el trayecto habían visitado mayormente tiendas. A las mezquitas no se podía entrar, se quedaban admirando la decoración de la entrada mientras el guía explicaba. Desde la puerta solo podía verse parcialmente el interior, algunas muy bellamente decoradas con el suelo vestido de alfombras rojas.

          Fue, en el camino de vuelta, al dirigirse hacia la muralla de La Medina cuando Juan perdió la pista al grupo. Quería aprovechar al máximo el encontrarse allí, y hacer el mayor número de fotos posible. Cuando, tras tomar una imagen, vio que el grupo había desaparecido, el corazón se le aceleró. Miró para todos lados, nervioso, intentando localizar a la chica de la camisa roja, pero no daba con ella. Fue corriendo de aquí para allá, por las calles próximas a ver si veía a alguien conocido, pero fue inútil. Había perdido el rastro.

          El bullicio de las calles había disminuido considerablemente. Apenas se veía gente por ellas. Los turistas habían desaparecido como por arte de magia. Estaba claro que las visitas a La Medina se hacían por las mañanas hasta la hora de comer. Luego, todos regresaban a la parte moderna de la ciudad, donde se podía pasear, como en cualquier otra urbe, o ir a los centros comerciales.

          Lo que más le preocupaba no era el poder salir de allí, aunque eso tampoco sabía cómo iba a lograrlo, No recordaba cómo se llamaba el hotel. Los nervios le habían bloqueado la memoria. Era muy despistado y en la mochila no llevaba ningún panfleto o tarjeta del alojamiento. Los papeles de la reserva del viaje los había dejado en la habitación. El móvil era inservible allí, no tenía línea y sin internet, el GPS no funcionaba. Algunos de los que vivían allí entendían bastante bien el español. Acostumbrados al turismo, si querían vender tenían que chapurrear algo de idiomas. Quizás alguien se apiadase de él y le echara un cable. La Medina era como la zona más deprimente del centro de una ciudad cualquiera, pero a lo grande. Miles de calles, todas parecidas, que podían desembocar en zonas más deprimidas aún, si cabía, con el consiguiente riesgo.

          Restaba algo de luz, cuando comenzaron a encenderse sucias bombillas y faroles en las calles más comerciales, en el resto, la oscuridad engullía la poca claridad que quedaba. Los puestos de venta habían cerrado ya por la falta de clientes. Juan temía que en cualquier momento pudieran asaltarle. Era presa fácil en aquel lugar desconocido. Comenzó a andar sin rumbo, a buen ritmo, intentando insuflarse valor. Abordaría a la primera persona que se topase con aspecto decente, e intentaría hacerse entender para que le ayudara. Seguramente, el guía, al darse cuenta de que faltaba una persona, volvería con la policía en su busca. Si llegara a ocurrirle algo Juan, su empleo y quizás su libertad se verían amenazados.

          Ayudado de la linterna de su móvil, andaba por calles oscuras y solitarias. De vez en cuando escuchaba el cerrar de una ventana tras él. Con un poco de suerte, saldría a alguna zona más abierta e iluminada, con tránsito de gente y coches. No sabía si era paranoia, pero tenía la sensación que le estaban siguiendo. Eso hizo que acelerara el ritmo. Justo cuando iba a sobrepasar la puerta de una casa, cuya luz iluminaba el piso, esta comenzó a cerrarse. Juan se paró en seco y detuvo el cierre con la mano. Unos ojos oscuros en un rostro ajado, le miraba por el resquicio de la puerta.

 

—¿Por favor, puede ayudarme? ¿Me entiende? —dijo Juan, angustiado, al ver su seguridad amenazada— Me he perdido, y no sé salir de este lugar—. El hombre callaba y le escrutaba con la mirada —. Tengo dinero, le pagaré si me ayuda.

—Sí, le entiendo –contestó al fin—. No debería andar por aquí a estas horas.

—Lo sé, seguramente me estén buscando, pero creo que alguien me sigue. Está todo tan oscuro, no sé a dónde dirigirme.

—Pase —Ahmed, que así se llamaba, abrió la puerta y le dejó entrar. Tras cerrar le dijo que se quedara allí un momento, que volvería en seguida.

 

          Fue un alivio que alguien le ayudara. Se tranquilizó un poco hasta que comenzó a escuchar una fuerte discusión en algún lugar de la casa. Una voz femenina soltaba una ristra de palabras guturales, que se entremezclaban con las de Ahmed, quien subía aún más el tono. Al rato, la trifulca cesó y se hizo el silencio.

          Cuando regreso el dueño de la casa, le dijo que le acompañara. Pasaron a una pieza de reducidas dimensiones que parecía el salón de la casa. Un viejo televisor emitía imágenes de un concurso televisivo musical. A Juan le resultó familiar el formato. Parecía uno de esos programas busca talentos, muy similar a los que emitían en España. Le dijo que se sentara, que le traería comida. Al poco, apareció Ahmed acompañado de su mujer, que llevaba un par de platos en las manos.

 

—Muchas gracias, se lo agradezco —dijo Juan, al ver la hospitalidad con que había sido recibido.

—Voy a llamar a las autoridades para que sepan que está usted aquí.

—Mil gracias —dijo Juan, mientras comía un plato caliente de carne con verduras—. ¡Está exquisito! En el hotel no ponen estas comidas—. El marido, le dijo algo a la mujer, y esta sonrió.

 

          Mientras Ahmed hablaba por teléfono, una joven apareció y se escondió tras la madre para mirar al visitante. A Juan le hizo gracia el gesto tímido de la muchacha, aunque no lo exteriorizó. Una vez el dueño de la casa terminó de hablar por teléfono, se dirigió a Juan para informarle.

 

—La policía no sabe nada de su desaparición. Les he dicho que le llevaré, por la mañana, a una de las puertas de la muralla para que le recojan.

—¡Maldito guía! Ni se ha enterado de que le falta uno. ¡Cuando lo vea, se va a enterar!

—No se preocupe. Se queda a dormir esta noche y mañana podrá regresar a su hotel.

—A ver si recuerdo el nombre. Lo tengo en la punta de la lengua, pero nada.

 

          Madre e hija se sentaron para continuar viendo la televisión. La llegada imprevista de Juan las había desconcertado y habían abandonado el salón. Ahmed también les acompañó mientras Juan cenaba.

 

—En España, hay programas como ese —dijo Juan, sobre el programa que estaban viendo—. El jurado está con las sillas vueltas y pulsan el botón si les gusta lo que escuchan—. Pero, claro, no era lo mismo. Ahí la música era árabe, y a él le resultó todo muy exótico.

 

          Así, todos comenzaron una conversación amena, haciendo Ahmed de traductor. Había buen feeling entre el visitante y la familia que le había acogido. El ambiente se tornó rápidamente distendido y hasta jocoso. La chica se animó a hablar, e intervenía cada vez más en la conversación. A Juan le agradaban sobremanera los ojos de la joven y su forma de reír, y el padre, rápidamente, se dio cuenta de cómo la miraba.

          Esa noche, Juan se durmió, pensando en la suerte que había tenido con aquella familia, y en ajustarle las cuentas al guía en cuanto lo viese.

          Por la mañana, de nuevo, la llamada a la oración, bien temprano, surgió de un altavoz, inundando toda la ciudad con su canto. En aquella casa también se despertaban temprano. Durante el desayuno, Juan le propuso a Ahmed que, mientras le conducía a la salida de la ciudad, le enseñase La Medina sin prisas. El guía solo hacía que dar vueltas una y otra vez por las mismas calles, repletas de puestos y comercios, pero en aquella ciudad tan grande, seguro que había muchas cosas que ver. Le dijo que sería generoso por su hospitalidad. Ahmed accedió, y así, fue mostrándole, durante un periplo por innumerables calles, los rincones en los que ningún turista jamás había puesto los pies.

          Ya en la muralla, en espera de que apareciera la policía, Juan sacó todo el dinero que llevaba encima y se lo entregó a Ahmed. Era una suma considerable para un marroquí, pues el nivel de vida de allí era bastante bajo en comparación con el de España. También le dio una nota escrita con su dirección de email.

 

—Désela a su hija. Me gustaría hacer amistad con ella, si a usted no le importa —Ahmed la tomó sorprendido, porque, aunque estaba al tanto del interés que había mostrado por ella, pensaba que todo quedaría ahí.

—De acuerdo. Creo que a Zaida le agradará.

 

          La policía al fin apareció. Juan, ya más tranquilo, pudo recordar el nombre del hotel donde se alojaba, y reunirse con su grupo. Le echó una buena reprimenda al guía despistado, que pareció entrarle por un oído y salirle por el otro, pues en ningún momento perdió la sonrisa, como si hubiera sido tan solo algo anecdótico.

 

 

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Published on e-Stories.org on 02/21/2021.

 
 

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