Jona Umaes

Pestiņos

 

—Abuelo, cuéntame otra vez la historia de cómo conociste a la abuela —dijo María, mientras le daba bocados a un pestiño.

—Te gusta esa historia, ¿verdad?

—Sí, mucho.

—Cuando tenía veinticinco años, me puse enfermo de la noche a la mañana. Yo siempre había sido un joven fuerte y sano, y no sabía de dónde me venía aquel malestar. Me encontraba muy cansado, y tosía a menudo. Tras ir al médico, me recetó unos medicamentos que poco efecto me hicieron. Así que, volví de nuevo porque no mejoraba. Tras un tiempo visitando a un doctor y a otro, me dieron finalmente la mala noticia. Tenía una enfermedad muy grave que no se podía curar. —A Alberto le detectaron un cáncer de pulmón en una etapa avanzada—. Pensé que unos días en las montañas, respirando aire limpio, me sentaría bien, así que quedé con unos amigos en ir a una casa en el campo y disfrutar de la naturaleza.

—Fuisteis a una casa de piedra cerca de un lago. —dijo María, entusiasmada con la historia.

—Eso es. Los muros estaban recubiertos del verde de las plantas y todo al alrededor desprendía vida. Para ir al lago había que descender durante unos minutos, pero desde la misma casa se divisaba toda su extensión, y hasta se perdía de la vista en ciertas zonas. Allí no había electricidad, pero teníamos todos los enseres necesarios para pasar una estancia agradable. Una gran chimenea nos servía para hacer la comida, darnos calor e iluminar la planta inferior. Las camas estaban en la buhardilla y había que subir una escalera muy pronunciada. Teníamos linternas para la noche y siempre podíamos recurrir al platito de aceite con una chapa y un trozo de algodón.

—El pueblo también se veía desde lo alto, ¿verdad?

—Sí, estaba cerca del lago. Recuerdo la bruma matinal del paisaje, y el humo de las chimeneas que, desde aquella distancia, eran como hilos blancos que ascendían al cielo. Hacíamos largas caminatas por los alrededores de la casa y cerca del lago. A pesar de que no me encontraba bien, el aire de la montaña y el ejercicio hizo que me olvidara por completo de la enfermedad. Aunque la tos siempre estaba ahí, no le echaba cuenta, pues el paisaje era tan bonito que acaparaba toda nuestra atención.

—Y la abuela te esperaba en el pueblo ¿no?

—Bueno, se puede decir así, pero yo aún no la había conocido. Por las tardes íbamos al pueblo. Era muy chiquito. Se recorría en un paseo corto. Ella fue con unas amigas y habían alquilado una casa en las afueras. Las viviendas allí eran, igualmente, todas de piedra. Había una pequeña iglesia en la que repicaban las campanas regularmente, como se hace en todos los pueblos. Lo que más me llamó la atención del lugar fue la lucidez de la gente mayor. ¿Te acuerdas lo que significa esa palabra, ¿verdad?

—Sí, me lo explicaste la primera vez —dijo la niña, orgullosa de lo que le enseñaba su abuelo.

—Allí la gente era muy longeva, pasando fácilmente de los cien años. Niños había pocos. Realmente, era un pueblo tan pequeño que tenía la gente justa para las pocas casas que lo componían. Únicamente había un bar, donde se reunían los vecinos para hacer vida social, y tiendas, las justas para lo imprescindible: una panadería, una ferretería, un ultramarinos, y poco más. La escuela era minúscula y se componía de una única aula. El cura de la iglesia venía de fuera a dar la misa. Recorría en coche los distintos pueblos de la zona para el culto. Lo mismo sucedía con el médico, que acudía cuando se le requería si alguien se ponía enfermo. La verdad es que allí el médico tenía poco trabajo. Más bien para atender algún parto o acompañar en los últimos momentos a los viejecitos que pasaban a mejor vida.

—¡Cuenta lo de la abuela! —dio impaciente María.

—A tu abuela la conocí en el bar del pueblo. Realmente ellas y nosotros éramos los únicos extraños allí. No había nadie más de fuera del pueblo, así que cuando coincidimos para tomar algo, nos juntamos ambos grupos y charlamos de muchas cosas. Estábamos admirados por el encanto del pueblo y el entorno en el que se encontraba. Al primer encuentro, les siguieron otros, en el mismo sitio y a la misma hora. Cuando llegaba la noche, volvíamos cada uno nuestros alojamientos. Nosotros teníamos que recorrer algunos kilómetros hasta llegar al nuestro, pero no era difícil, pues el camino estaba señalizado, y llevábamos las linternas que apagábamos a los pocos minutos, ya que la luna brillaba tanto que podíamos ver con su claridad. A pesar de llevar el estómago lleno e ir acalorados por el ambiente del bar, conforme ascendíamos, la temperatura bajaba rápidamente y salía humo de nuestras bocas. Cuando llegábamos, encendíamos la chimenea y no nos dormíamos hasta haber entrado en calor de nuevo. Después de varios días viéndonos en el bar, tu abuela y yo nos hicimos muy amigos. Ella me contó que también estaba malita. Fue una casualidad que los dos acudiéramos al mismo lugar y por la misma razón. Ya en los últimos días de nuestra estancia allí, nos hicimos novios y dábamos paseos solos por el pueblo, mientras el resto se quedaba charlando en el bar.

—¡Entonces fue cuando fuisteis a la tienda a comprar los pestiños!

—Sí, nos acercamos al ultramarinos. Se llamaba “La mano de Dios”. Vendían alimentos de todo tipo, pero nos llamó la atención unas bandejas de pestiños que tenían muy buena pinta. El tendero nos explicó que los hacían ellos mismos y que eran distintos a cualquier otro que hubiéramos probado. La receta era familiar, y la forma de prepararlos era igual desde que lo comenzaran a hacer sus antepasados. Contenía un ingrediente adicional que lo hacía diferente. Era el dulce por excelencia del pueblo. Todos iban a su tienda a comprarlos y era lo que tomaban para la merienda. También, le comentamos que nos había resultado curioso la avanzada edad de las personas, y le preguntamos cuál era el secreto. Se le dibujó una sonrisa enigmática, y su respuesta fue que quizás fuera el clima, pero que tampoco podía decirnos el secreto porque entonces, dejaría de serlo. Me pareció que el hombre nos estaba tomando el pelo, pero al meter en unas bolsas las bandejas de pestiños que nos íbamos a llevar, dijo que nos llevábamos un tesoro y se despidió con un “Dios les guarde en salud”. No entendimos por qué nos dijo aquello. Quizás porque, a pesar de lo bien que nos había sentado el clima de allí, nuestros rostros reflejaban, de alguna forma, nuestra enfermedad.

—Y entonces os curasteis –anticipó María.

—Sí, eso fue una sorpresa que no esperábamos. Cuando regresamos a nuestras respectivas casas, en la ciudad, a las pocas semanas se produjo el milagro. En una de las visitas rutinarias al médico, este no podía dar crédito. Yo hacía varios días que me encontraba mejor. Ya no tosía y me sentía más vital. Los análisis reflejaban que mi enfermedad había desaparecido como por arte de magia. Rápidamente llamé a tu abuela para contárselo y ella, a su vez, me dijo que le había ocurrido exactamente lo mismo. Estábamos locos de alegría.

—El amor os curó –apostilló la niña.

—Sí —dijo el abuelo, condescendiente y discreto—, eso, y el aire limpio de las montañas. El resto ya lo sabes. Nos casamos y decidimos que iríamos varias veces al año al pueblo a limpiarnos los pulmones y comprar pestiños, claro. Y por eso te gustan tanto, al igual que a tus padres.

—¡Sí, me encantan!

—Pero recuerda que tienes que lavarte los dientes. Si no, luego tendrás que ir al dentista que tanto temes.

—¡Sí, odio el sonido del aparato ese que da vueltas y me roza los dientes! Y abuelo, ¿verdad que la abuela y tú vais a vivir tanto como los habitantes de ese pueblo?

—¡Eso espero!, y así podremos seguir comiendo los pestiños que tanto nos gustan a todos.

—¡Yo quiero ir a ese pueblo!

—¡Claro! Un día vamos con mamá y papá. ¡Ya verás qué bonito!

—¡Bien, bien, bien! —dijo la niña brincando de alegría.

 

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Published on e-Stories.org on 03/27/2021.

 
 

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