Jona Umaes

La vida gira

          Lucía era una señora mayor. Vivía sola y, todos los días, una asistenta venía a estar un rato con ella, le controlaba la medicación y vigilaba que el aparato de oxígeno que utilizaba funcionara correctamente. Su hija no podía atenderla como quería. El trabajo y la niña que tenía ocupaban todo su tiempo. La llamaba a diario para ver cómo se encontraba y solo los fines de semana podía pasarse, hacerle compañía y comprarle lo que necesitara. La nieta estaba entrando en la adolescencia y, aunque se alegraba de ver a la abuela, le hacía compañía un rato y luego se entretenía con el móvil, chateando con las amigas y viendo vídeos. La madre podía salir tranquila a hacer los recados mientras la nieta se quedaba con la abuela. Su problema respiratorio no le impedía moverse por la casa. Lo que no podía era salir a la calle sola porque las piernas le fallaban a veces y podría hacerse daño en una caída.

          Un sábado, la hija se retrasó a causa de un atasco. Llamó a la madre por teléfono desde el coche, para decirle que llegaría un poco más tarde y estuvo hablándole mientras el vehículo permanecía detenido. Pero el tiempo que tardaba la hija en llegar se le estaba haciendo eterno. No tenía manos libres en el coche y no pudo continuar hablando una vez se descongestionó el tráfico. Pensó que tardaría poco en llegar y que su madre se entretendría con algo, pero esta, al ver que tardaba mucho le entró angustia de verse sola. La cabeza ya le fallaba un poco y se desorientaba por momentos. Tuvo la ocurrencia de levantarse y salir a la calle. No se acordaba que no debía hacerlo porque sus piernas podían fallarle. Bajó por el ascensor, pero cuando comenzó a bajar el tramo de escaleras del portal, una vez en la calle, no apoyó bien una de las piernas y cayó rodando hasta el piso de la acera.

          En ese momento pasaba por allí un hombre y se acercó a auxiliarla. Lucía se quejaba de dolor y lloriqueaba como una cría. Juan, que así se llamaba el señor, intentó incorporarla, pero ella chillaba del daño causado por la caída. La tranquilizó como pudo y llamó a urgencias para que fuera una ambulancia. La hija de Lucía no terminaba de aparecer. Los sanitarios llegaron en apenas unos minutos, dio la casualidad que volvían de visitar a alguien por allí cerca. Juan se quedó con ella en el vehículo mientras se dirigían al hospital.

          Una vez en urgencias, le preguntaron a Juan si era familiar de la señora, y este les respondió que no, que solo pasaba por allí. Después de tratarla y ser atendida por el médico, Lucía se calmó y se ordenaron sus ideas. En su bolso tenía la cartera y el número de la hija. Les dijo a los enfermeros que la llamaran. Para entonces Juan ya se había ido.

          La hija, al llegar a casa de su madre y no encontrarla, le entró el pánico. Preguntó a los vecinos si la habían visto y uno de ellos le dijo que una ambulancia había llegado a la puerta del bloque, pero que no pudo ver qué ocurría. Al poco rato recibió la llamada de urgencias y allá fueron, madre e hija, con el susto en el cuerpo. Una vez en el hospital, al fin pudieron estar con ella. Ver a la abuela en ese estado impresionó a la niña. Se había roto alguna costilla y tenía un vendaje aparatoso.

          Transcurrieron los días y Juan se preguntó cómo andaría la anciana a quien había ayudado. En un hueco que tuvo se pasó por el hospital y preguntó por ella. Explicó en recepción que hacía poco la había traído por un percance que había tenido. Una de las recepcionistas que allí había lo reconoció y se acercó a hablarle.

—Hola, ¿qué tal? Le recuerdo. La señora ya no está aquí –dijo la chica seria.

—¿Ah no? ¿Ya se ha recuperado? –quiso saber él.

—No, desgraciadamente, al día siguiente, tuvo una complicación respiratoria y no pudo superarla.

—¡No me diga! ¡Qué lástima! –dijo Juan, impactado.

—Sí, quizás el accidente tuviera algo que ver. La familia estuvo preguntando por usted, para agradecerle el gesto, pero no sabíamos cómo localizarle.

—Bueno, no tiene importancia. Ya da igual. —dijo apesadumbrado.

          Juan salió del hospital pensando en la anciana, en lo que había ocurrido, y no pudo evitar que la tristeza le embargara. Su ayuda había servido de poco.

          Los años volaron y Juan pasó a ser un anciano más. Solía pasear con su bastón por la mañana temprano, con la fresca, cuando las calles apenas tenían transeúntes. Una hora de caminata tranquila le sentaba muy bien, sobre todo para el corazón y desentumecer las piernas. A la vuelta, compraba el pan y las cosas que necesitara. El resto del día se quedaba en casa y solo salía si tenía que ir al médico o a la farmacia. No tenía a nadie en la vida, su esposa había fallecido en un accidente, sin descendencia. Tampoco tuvo más parejas. Siendo hijo único, la familia que tenía estaba cada uno en sus cosas, y aunque hablaba por teléfono alguna que otra vez, se sentía bastante solo. La única vida social que hacía era con sus amigos de la peña, donde jugaba al dominó.

          Una de esas mañanas de paseo, un joven que circulaba en bici por el carril habilitado para ello, se despistó un momento, y a la velocidad a la que iba, se salió del camino marcado y arroyó a Juan, dejándolo malherido en la acera. El joven, un adolescente con pocas luces, se asustó al ver el estado en que había dejado al anciano y en vez de ayudarle, cogió la bici y se largó a toda velocidad. Una señora que lo había visto todo, lanzó improperios al chico que se alejaba, y se interesó por el estado del anciano. Juan no podía levantarse, la mujer cogió el móvil y llamó a urgencias.

          En la habitación del hospital, la señora hacía compañía a Juan, después que le hubieran asistido y charlaba con él:

—¡Estos jóvenes de ahora, qué poca educación tienen! ¡Mira que irse después de lo que le había hecho! —dijo ella enojada.

—Era un crío. Seguramente se asustaría, y no sabría cómo actuar. Menos mal que estaba usted por allí. Le agradezco su ayuda.

—Cualquiera hubiera hecho lo mismo en su situación. ¡Es que no se puede circular tan rápido por ese carril! Luego, pasa lo que pasa.

—Ha sido mala suerte. No hay que darle más vueltas. Solo espero que los daños no me impidan volver a andar. A ver qué dice el médico.

          La mujer se quedó pensativa, con los ojos en la nada, como recordando alguna cosa. Su semblante se entristeció de repente.

—¿Le ocurre algo? –dijo él, al verla obnubilada.

—No es nada, son cosas del pasado.

—Tengo tiempo y nada mejor que hacer —dijo él, para que ella le contara.

—No me gustan los hospitales. Mi abuela, cuando yo era una cría, tuvo un accidente y la recuerdo en la cama de la habitación, como usted está ahora. Cayó por las escaleras de su portal. Mi madre y yo íbamos de camino para su casa. Alguien la ayudó y llamó a urgencias, pero al poco falleció por su enfermedad respiratoria. Nunca supimos quien la había ayudado para agradecérselo —a Juan, aquella historia le hizo recordar, y no tardó en asociarlo con el suceso que le ocurriera años atrás. No quiso mencionárselo a la señora.

—La vida, seguramente, se lo agradecería de alguna forma —dijo él, pensativo.

 

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Published on e-Stories.org on 06/19/2021.

 
 

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