Acto 1
—Cariño, ¿has visto mis gafas?, he buscado por todos lados y nada, no logro dar con ellas —dijo Roberto. Ella sonrió sospechosamente.
—Quizás no buscaste en el lugar adecuado —dijo ella—. Hace un momento las tenías en la mano. Mira en el baño.
—Ya he mirado. No lo entiendo, ¡hoy no encuentro nada! ¡Únicamente veo lo que no preciso! —se quejó él.
—Roberto, creo que tengo las arrugas del rostro más marcadas. —dijo Ana, cambiando de tema.
—¡Pero, ¿qué dices?! ¡Yo te veo igual de guapa que siempre!
—¡La culpa es tuya! Me haces reír continuamente.
—¡Entonces, son arrugas de felicidad! Es un efecto secundario que muchas quisieran…
—¡Toma, anda! ¡Que estás en las nubes! —dijo ella, cogiendo sus gafas fijadas en el cuello de la camisa.
—¿Pero, por qué no me lo has dicho antes? —protestó él.
—Me pareció divertida la escena. Eso te pasa por no estar en lo que estás. ¡¿Quieres prestar atención en lo que haces?! —le riñó.
—¡Eres una gatita traviesa! Ven aquí que te dé tu merecido…
—Miauuuu…
Más tarde, sentado en su sillón, se le vinieron a la cabeza las palabras de Ana: “quizás no buscaste en el lugar adecuado”, las mismas que pronunciara en la biblioteca del barrio hacía unos años. Por entonces, no la conocía. Fue a partir de un hecho inaudito por lo que se topó con ella.
Acto 2
Transcurrían los primeros días de primavera, aquel año llegaba con retraso. El frío del invierno aún mantenía a raya la ropa de entretiempo. A Roberto le agradaba leer en la biblioteca, allí tenía su mesa favorita. Intentaba acudir temprano para que nadie le quitase el asiento junto a la ventana. Había comenzado un nuevo libro que sacó de la sala de préstamo, tenía por título “Drive”. En la portada aparecía un golfista en pleno swing y otras imágenes, en doble exposición, de policías y personas inertes sobre el piso.
Le gustaba aventurarse en historias desconocidas para él. El riesgo de llevarse un chasco, como sucedía a veces, lo compensaba la grata sorpresa de toparse con una buena obra. Prefería dejarlo todo en manos del azar y que fuera lo que tuviese que ser en la “concatenación general de los acontecimientos”1.
La acción transcurría en la Barcelona de los años 90, donde una serie de crímenes acaparaba la atención de los medios. El hecho de sentirse identificado con el protagonista le hizo engancharse más aún con la historia. En un momento dado, se halló en una escena donde Jordi, el investigador, tomaba café con un amigo:
—¿Qué tal tu mujer? ¿Está mejor de la operación? —dijo Jordi.
—Sí, sí. Comenzó a trabajar la semana pasada. Aún tiene ligeras molestias, pero es solo cuestión de tiempo. ¿Y tú? ¿Qué tal el trabajo?
—Estoy en un caso que me tiene en vilo. Supongo que te habrás enterado por los medios de los asesinatos del “Golfista”.
—Ah, sí. ¡Es terrible! ¡Menudo animal! Hay que estar mal de la cabeza para cometer tales atrocidades. ¡Dios nos libre de cruzarnos con alguien así!
—Ya te digo. Pues, apenas si disponemos de un puñado de indicios, damos palos de ciego.
De repente, la conversación dio un giro inesperado, tomando otros derroteros. En la biblioteca nadie se percató de la turbación de Roberto, todos continuaban con la cabeza gacha, concentrados en sus tareas. Volvió la vista al libro y continuó leyendo.
—¿Te has fijado en el portátil del pelirrojo, dos mesas más allá?
—No, ¿qué tiene de particular? —dijo Jordi.
—Tiene de fondo de escritorio un tigre mirando, indolente, a un fotógrafo en lo alto de la silla de un Jeep. Su rostro es todo un poema.
—¿En serio? ¿Y cómo sabes eso?
—¿Quieres echar un vistazo? —le picó el otro.
Roberto tuvo la sensación de que aquellas palabras iban dirigidas a él. Levantó la vista y, efectivamente, vio a un chico pelirrojo estudiando, o eso parecía, con el portátil abierto. No supo por qué, pero se levantó, llevado por sus piernas, y se dirigió hacia el joven para echar un vistazo al ordenador. Allí estaba la imagen, tal como había sido descrita. Volvió a su sitio, con las piernas flaqueándole.
—¡Tenías razón! —dijo Jordi, sin dar crédito.
—¿Acaso no me creías?
—Esto no puede estar ocurriendo. ¿Qué más me puedes decir? —. La intriga le carcomía.
—Pues, por ejemplo, que la mujer del mostrador está leyendo las noticias de Europa Press.
—Ja, ja, ja. Estará tomándose un Kit Kat —la risa de Jordi, que a su vez era la de Roberto, consiguió que se relajase a pesar de lo inverosímil de la situación. Allá que fue Roberto, muerto de la curiosidad.
—¿Y bien? —continuó leyendo.
—Vaya, vaya. No sé cómo lo haces, pero ya me podrías decir algo más interesante —dijo Jordi, una vez asimilado lo inasimilable.
—¡Eso está hecho! ¿Ves a la chica sentada en la mesa de al lado del pelirrojo? —Roberto miró hacia allá y volvió la vista al libro—. No te quita el ojo de encima. Pero, tú, como siempre, estás en las nubes y no te enteras de nada. ¿No te vas a acercar?
—¡Muy gracioso! ¡Está bien!, intentaré hablar con ella, pero ¿qué le digo? —dijo Jordi, inseguro.
—Está leyendo “La necesidad” 1. ¡Más fácil no te lo puedo dejar! —dijo el otro.
—¿En serio? Interesante… ¡Voy para allá!
Roberto se había mimetizado con Jordi, de hecho, creía ser él. El relato que se mencionaba en la conversación era de Korolenko, lo había leído recientemente y le encantó.
Acto 3
Mientras caminaba, pensó que sería complicado charlar en aquella sala sin llamar la atención. Tendría que hacerlo en susurros.
—Perdona que te moleste. Veo que estás leyendo “La necesidad” —dijo Roberto.
—Sí, me tiene enganchada —dijo la chica con voz trémula porque se hubiera acercado el blanco de sus miradas.
—Yo he leído ese relato, es muy original. ¿Por dónde vas? —quiso saber Roberto.
—¿Ah, sí? Pues, estoy cuando Darnu llega al templo. ¿Y tú? ¿Qué lees? —quiso saber ella.
—Una historia policíaca. No es tan interesante… —mintió.
Ambos hablaban cuchicheando, pero en el silencio de la sala, no pasaban desapercibidos. En la misma mesa, una chica sonrió ante la escena mientras otro negaba con la cabeza. Nadie les recriminó su actitud.
Después de un rato de charla, se habían quedado solos en la mesa. Unos se habían mudado a otra, y otros habían abandonado la sala.
—Estoy contento de haberte hablado, nunca he conocido a nadie como tú —dijo él.
—Quizás no buscaste en el lugar adecuado —espetó ella, haciéndose la interesante.
Aquella joven era Ana. Roberto nunca le llegó a contar que lo que allí sucedió fue a raíz de aquel misterioso libro. Ni tampoco que, al retomar la lectura, no encontrara ni rastro de las palabras que creyó haber leído de la conversación en el bar. Era de aquellas cosas que mejor llevarse a la tumba.
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Published on e-Stories.org on 04/16/2024.
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