Gonzalo Gala Guzmán

La plaga. Capítulo IV.

 

"Los condenados", pensó, "las almas olvidadas del infierno".

         Dejando a su espalda la loma en donde se elevaba aquel roquedo e internándose en el bosque, una pequeña estructura de piedra aparecía de pronto abrazada por una alborada de encinas que temblaban de frío. Sin duda,   aquello era lo que se refería el desdichado de Pietrus, una capilla semiderruida justo frente a una mansión imponente, con un riachuelo helado bordeándolo.

         A fuera, brillaba la luz de una hoguera y poco a poco se fue fijando en los cambiantes perfiles de unas figuras que se movían en torno a ella. No podía dar crédito a sus ojos, todos esos seres que se reían a pocos metros de él, no tenían forma humana, destacando un bulto gigantesco que proyectaba una sombra de macho cabrío. Se hizo el silencio, sólo turbado por el vuelo de un ave nocturna que emergió de un ciprés y le rozó la cabeza, emitiendo un lúgubre gemido. Pero sobre todo por un grito agudísimo, el de una mujer. Fray Luis se empinó sobre la lucerna para ver el interior y al fondo se distinguía una joven desnuda, a la que habían atado a una columna. Las llamas de unas antorchas daban una apariencia cadavérica a su piel, pero ella estaba viva y pugnaba por alejarse de esas figuras que la intentaban arrastrarla hasta el altar. Sintió deseos de salvarla, pero el terror le había paralizado los músculos.

         Esperó estoicamente a que aquellos moradores hubieran abandonado la capilla, alejándose lo suficiente como para perderse en la penumbra de la noche, mientras sentía la acaricia de una ligera nevada. Hasta entonces, se mantuvo estático frente a ese edificio que parecía venirse abajo de un momento a otro, sin mostrar inquietud ni miedo.  Encendió el pábilo de una vela y llameó la intensa luz de la  antorcha. Así, armado con ella, fue penetrando poco a poco en la profundidad cavernosa hasta que esta le cubrió por completo, haciéndose del mismo modo eterno el silencio. La madera estaba podrida y caería con facilidad, observando los muros cubiertos de moho verdoso y algunas salpicaduras de otros tantos hongos entre las piedras, hasta llegar a una puerta, cubierta de vegetación. El olor a podredumbre se sentía con intensidad, como si hubiesen dejado un montón de manzanas podridas en la oscuridad. Pero esto no impidió que Fray Luis observara con detalle. Acercó la luz a un enorme montículo de porquería, hasta que alcanzó ver un ídolo, una suerte de horror de piedra, reflejado en una estatua con forma humana. Y manteniéndolo en sus manos, se fijó en mil y un detalles, al menos un instante, antes de pasar de mano en mano esa horrible imagen.

          - ¡La gárgola!.

          Palpó su contorno, el torso de la escultura, la placa que la presidía -con un texto que hacía tiempo que estaba borrado- y sólo cuando movió su ala intacta, sintió un chirrido próximo. Una pequeña puertecilla se abrió a una habitación, oculta en un nivel inferior a la capilla y que servía de refugio para aquellos moradores, en tiempos de guerra. Se trataba de una minúscula estancia, una antigua bodega, en donde los toneles del buen vino de la comarca había sido sustituida por un depósito de porquería y un centenar de hongos de todas las clases, junto a esporas que flotaban en el aire.

         Siguió un profundo silencio. Y como un soplo procedente de la profundidad, el miedo le envolvió, con la tenue luz de la antorcha que apenas le aliviaba. Tenía las manos frías y un sudor helado se deslizó por la espalda, temblándole todo su cuerpo. Escuchó, prestando mucha atención, pero no oyó ningún sonido, ni siquiera el eco de unas pisadas imaginarias en la oscuridad. Hasta que sintió un débil lamento y los hongos comenzaron a temblar. Entonces, supo que aquel pequeño sótano funcionaba de laboratorio. Un estante acogía unos cuantos libros y una pequeña esfera cilíndrica, transparente, se presentaba en unos de los rincones de la sala. Entre los libros, algunos de ellos se conservaban en buen estado, cayó unas páginas raídas escritas con una mala caligrafía. Se trataban de apuntes, simples notas, sobre el descubrimiento de un curandero desconocido que había puesto en práctica todo tipo de artes oscuras, aunque algunos de los experimentos resultaron ser un fracaso.

         Otra puerta, situada en el extremo opuesto, condujo a un oscuro vacío. Fray Luis de Cormigac puso el pie en el primer escalón y enseguida sintió que algo le tomaba por el tobillo y cayó dando un grito. Se levantó trabajosamente del suelo, alumbrando con su antorcha todo lo que pudo, unos peldaños que bajaban que, sin embargo, anunciaban una gran escalera, empinada y estrecha, que subía un largo trecho hasta una trampilla que permanecía abierta. Un desgarrado chillido humano le caló en lo más profundo de sus huesos, sintiendo una ligera brisa que como el aleteo de unos terribles seres alados se tratasen, extinguió la lumbre de la antorcha. Un cuerpo ahorcado caía colgado del techo, reflejando en la pared su negra e inerte sombra insepulta.

         Durante un instante, lo vio claro. Estaba en una cámara amplia, sin muebles, con grandes cortinas y una ventana abierta. Dos antorchas y un candil de hierro, alumbrando la sala, de forma tenue, con un profuso tenebrismo, y un ataúd de lujosa madera de roble, reposaba en el caliente suelo alfombrado. Pero no ocurrió nada. No había ningún ruido, sin embargo, el no se atrevió ni a respirar. Hasta que una sombra se alzó y poco a poco empezó a crecer. Fray Luis creyó oír un leve lamente, un débil siseo y sintió que se le helaban los huesos.

         Inmediatamente, aunque todo lo demás continúo como antes, sombrío y distante, la sombra se hizo terriblemente nítida, viéndola bajo una envoltura luminosa. En una cara blanca ardían unos ojos profundos y despiadados, con una halo trasparente que le mostró una delgada mujer, vestida sencillamente de blanco y con una voz dulce y triste. A pesar de todo, parecía como si aún estuviese embriagado por una sensación de espejismo, una presencia suspendida delante de él. La imagen de la doctora Alice en la retina de Fray Luis de Cormigac.

         - Bravo, llegué a subestimarle. Pero dígame, ¿cómo supo dónde encontrar nuestro santuario?... Por supuesto, ese viejo de Pietrus. Siempre nos odio, no le faltaba razón, siempre lo supo. - Alice, deslizó la mano por su vestido, esbozando una extraña sonrisa y pronto se fijó en el cuerpo que caía colgado.- En cuanto a él, nada. Otro insensato.

         - Corren malos tiempos, incluso para el Mal. - Continuó diciendo - Durante años, éramos miembros de una estirpe, hoy extinta. Criaturas de la noche, nos llamaban, bobadas. Sólo unos pueblerinos y un desgraciado accidente que produjo unos experimentos fracasados. Todo lo que veis, es producto de la ambición. Los hongos, la extraña nevada y la noche, sobre todo esto, nuestro reino.

          En la sombra de la mujer, ahora nítida por su manto de luz, brillaron en el rostro unos incisivos largos y puntiagudos, mientras la mirada le atravesaba, precipitándose sobre él. La hoja de un puñal se agitó en la oscuridad, mientras sentía como las fuerzas le traicionaban y sus músculos le iban empujando al suelo. Vaciló un instante, pero al menos tuvo la intuición de echar mano de aquel amuleto que llevaba encima, el camafeo con la figura de un trébol, que arrojó a la figura de Alice. En seguida, un grito se clavó en la penumbra, un grito que rompió el intenso silencio parecido al eco de una risa o al rugido de una bestia.

         Como un animal herido, saltó por la ventana y se perdió en la oscuridad, hasta que el riachuelo helado se abrió bajo sus pies y las aguas se cerraron sobre su tumba. Fray Luis estaba demasiado débil para levantarse, se arrastró hasta caer desvanecido. Una vez que recuperó la conciencia, sintió cómo un agradable aroma a rosas lo invadía todo, al tiempo que las nieves se retiraban del horizonte y el cielo se aclaró de nubes. La noche abandonó su reino y la luz se expandió por el pueblo, dejando cualquier sombra de ese pasado en un recuerdo que olvidar. Mientras que las callejuelas se oía el jolgorio de una muchedumbre expectante que se había reunido en la plaza, sorprendida ante el cuerpo mutilado de Christopher Barkos, colgado en el cadalso. En plan de broma, se puso a pensar cómo se las arreglará aquel enano Antón, ahora que desaparecían los hongos de la comarca. Cuando sólo quedaba partir y regresar a la capital. El guía inició la marcha, le seguían los porteadores y atrás Fray Luis se incorporó de su caballo para fijarse, por última vez, en los tejadillos del pueblo, ahora rodeado de campos de almendros. Una agradable adolescente voz sonó, entonces, como un silbido del viento: "Gracias, por fin podré descansar en paz".

 

 

 

 

All rights belong to its author. It was published on e-Stories.org by demand of Gonzalo Gala Guzmán.
Published on e-Stories.org on 03/14/2008.

 
 

Comments of our readers (0)


Your opinion:

Our authors and e-Stories.org would like to hear your opinion! But you should comment the Poem/Story and not insult our authors personally!

Please choose

Previous title Next title

More from this category "Fantasy" (Short Stories in spanish)

Other works from Gonzalo Gala Guzmán

Did you like it?
Please have a look at:


El ocaso de los generales. - Gonzalo Gala Guzmán (War & Peace)
Amour fourbe - Linda Lucia Ngatchou (General)