Maria Teresa Aláez García

Interiorización I

I

Allá, a lo lejos, se vislumbraba un ligero velo de luz, un pequeño resplandor que parecía hacer cambiar las paredes marrones, grises, negras… que se mostraba atrayente y que movía en el interior las ganas de curiosear, de acercarse para ver qué era, para palparlo, para sentirlo, para vivirlo…

 

La mano se alzó. Sé que era la mano porque se recortó entre las oscuridades diversas su silueta. El gris cambió, el marrón cambió, la intensidad de la oscuridad, el tamaño de la fosa, la profundidad, la pared, la textura de la arena o de la roca o de la fina polvareda que pareció aparecer cuando intentó, con pésimo resultado, tantear aquel brillante color…

 

Cerró los dedos y la mano volvió a su lugar.

 

El brazo se volvió a recoger bajo las costillas. Junto al otro, impidiendo ambos que el estómago aflojara su maltrecha compostura.  No había ganas de recorrer… ¿cuánto trecho? Poco. Quizás no fuera más que unos centímetros… Pero la experiencia en cuanto a pozos, cuevas y montes hablaba del engaño a la vista. Siempre parece que en proporción la cima está ahí, la salida está ahí mismo pero el recorrido se hace largo, parece eterno. Ante el cielo inmenso, ante la oscuridad eterna, ante la inquietud de lo desconocido, ante un peligro inminente, ante la certeza de que nada bueno puede salir de ahí, se prefiere la inmovilidad.

 

Y la decisión se hace difícil. La respuesta es sencilla. Siempre ha sido sencilla.

 

Sólo se trata de elegir. O subir la pendiente hacia la luz o acabar de descender hacia la oscuridad. La cuestión es moverse. Moverse o no moverse. También hay un camino en horizontal, buscando a saber el qué si no se sabe ni siquiera el fin del movimiento.  Posiblemente ni siquiera sea necesario moverse. No se necesita alimento ni vestido ni se necesita afinidad con semejantes. Y el dolor sigue ahí palpitando, un dolor que poco a poco se va volviendo frío y va tornando gélidas las entrañas.

 

Ya no hay ilusión.

 

No hay confianza.

 

No hay tiempo.

 

La decisión está clara. Está tomada. Pero la cuestión es ponerla en práctica.

 

¿Quién tiene prisa? Nadie espera. No hay nada que recoger ni nada que dejar. Nadie tira hacia arriba o hacia abajo. La gente parece caminar rápidamente por un nivel superior. Más que rápida es nerviosa, acongojada, triste o alegre, pero va deseando algo y cuando lo ha conseguido desea algo más y más de lo mismo  y luego desea otra cosa y no termina de disfrutar de lo que tiene.

 

Nadie viene hacia aquí. Nadie mira hacia aquí.

 

Esto parece limpio, recogido, libre de basuras, libre de olores, de bazofia. Es suave. La arena es suave. Todo está neto, no hay asperezas. Incluso la cuesta hacia arriba está preparada para ser subida. Ocurre que parece estar muy lejana la salida, muchísimo. Aquí dentro nadie ha pintado con tiza un recorrido en las paredes ni con pintura roja ni se han dejado desechos. Aquí no entra el olor de fuera pero sí hay ventilación. Sí puedo notar un recorrido del aire, así que hay dos entradas pero sólo si me muevo en horizontal y acudiendo a la otra parte, la salida es más ancha. Pero nadie entra. Todo el mundo pasa de largo, tienen miedo de entrar. Miran de reojo, a hurtadillas y como no lo tienen claro, se van. Recuerdo eso en los primeros días que llegué a este lugar.

 

Creo que mis huesos están enfriados. No pretenden moverse. No quieren hacer ningún cambio. Pero he de levantarme aunque camine encorvada.

 

O encorvado.

 

No sé si soy un ángel o un demonio. Soy un ser sin rostro. El cerebro, por ponerme algo, me ha puesto un hábito con capucha similar al de la muerte pero ni eso. Puede ser un cabello largo, marrón y lacio además de despeinado. Puede ser algún tipo de traje o alguna forma que desconozco y se asemeja a un hábito. Es posible que sea transparente y que sólo se vean mis órganos, sin la vestidura color carne y sea horrible ver a un cuerpo caminar compuesto de cerebro, pulmones, estómago, con la piel y los nervios transparentes. Un estudio anatómico, vamos.  Igual carezco de todo esto porque no tengo reales necesidades.

 

Miro hacia arriba. La luz.

 

Miro hacia abajo.

 

Me encuentro ante un mirador sin vidrios ni barandas. Puedo tirarme y caer al vacío. Es tentador. Pero también hay un camino.

 

No conozco todo lo de la superficie. Pero conozco lo suficiente como para no desear salir.

 

No conozco nada del abismo. Es posible, como ocurre en una historia de miedo que leí de niña, que haya un pueblo antropófago que me tome por un exquisito bocado y acaben conmigo, comiéndome viva y cruda, algo que me da terror. O que me contagien la lepra.  O un montón de animales. No tengo nada para defenderme de lo que haya debajo. No hay ni una piedra en el suelo. Pero dicen que las cuevas, las fosas, las profundidades, ayudan a quienes las respetan. Cuando era pequeña e iba a la cueva del lago en la Algameca y bajaba al pozo de cinco metros y me iba al serpenteo a mirar si salía alguien o recogía la basura y adecentaba el pozo mientras realizaban los demás el ejercicio, siempre me encontraba una pieza de yeso cristalizado que me llevaba a casa, limpiaba y colocaba en la librería de mi habitación porque hacía bonito. Yesos, cuarzos, calizas era lo que más recogía.  Mi madre acababa tirándomelas a la basura.  Quizás el mismo bicho o lo que sea que haya, golpeara una pared y las rocas cayeran al suelo. Quizás hay un nido de víboras.

 

No lo sabré hasta que no haya bajado. Y no tengo deseos de seguir subiendo.

 

Ninguno.

 

Mi decisión está tomada. Lo estaba desde mucho tiempo atrás.

 

Desde que me di cuenta de que las estrellas que existen están todas lejos de mi alcance.

 

Desde que el hombre juega a ponerse en un lugar que ni le pertenece ni le corresponde.

 

Desde que noto que las cosas cambian, que el planeta donde vivo – no el físico, el planeta de mis realidades que es distinto de los otros – intenta girar y dar una vuelta y no se lo permito. Va a salir de su órbita y será peor. No sé para quién. Para nadie. Para mí tampoco. Pero por norma natural, ha de seguir rodando y girando. Adelante pues y quitemos el freno que lo detiene. Así otros planetas seguirán rodando igual. Unos alrededor de otros, unos tras otros, unos al lado de otros, unos sobre otros, unos debajo  de otros.

 

Y, por otro lado, entre enormes miradores, los hombres y quienes quieran que sean seguirán intentando controlar los universos e intentando controlar el vacío enorme y las caídas fatales e intentando ser poderosos sobre los demás humanos.  Hay cosas siempre que escaparán a nuestra razón. Si no pues no seríamos tantos. Con crear un espécimen hubiera sido suficiente.

 

Por qué no dejamos de pensar sólo en uno y pensamos en grupo y miramos a quienes estuvieron, por quienes están y ante quienes vendrán después.

 

Voy para abajo. Nunca sabré lo que hay si no me muevo.

 

No habrá estrellas. No sé si habrá agua. No habrá palmeras ni playa. No habrá noche de luna ni amanecer con rayo verde ni sol ni casas ni olas ni orilla ni monte ni universo infinito. Todo eso acabó.

 

Veremos qué nos muestra ahora la naturaleza y qué la razón.

 

Y mi mano siempre desea alcanzar aquel rastro de luz.

 

Cortaré mi mano.

 

Ne me quitte pas

© Paloma Berganza.

http://es.youtube.com/watch?v=H4R3k_5omy4

 

© Nina Simone.

http://es.youtube.com/watch?v=CK5wgHu9NSs&feature=related

http://es.youtube.com/watch?v=TI8F6DbB2cE&NR=1

 

© Mireille Mathieu.

http://es.youtube.com/watch?v=4L25osnl1Bc&feature=related

 

© Jacques Brel.

http://es.youtube.com/watch?v=booXHJxK3Fs&feature=related

 

 

 

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Published on e-Stories.org on 10/02/2008.

 
 

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