Fermín Vidales Martínez

LA BÚSQUEDA

 

 

- Renuncio al trono- proclamó el príncipe Abu abd al Fat la noche de su decimocuarto cumpleaños mientras cenaban en un amplio salón del palacio. Bu-Zaira, la reina, se atragantó con la sopa de camaleón y unos chorritos de líquido anaranjado le saltaron de las ventanillas de la nariz. Los sirvientes bajaron el rostro azorado y se echaron a temblar.

-¿Cómo?- contestó su padre congelando el lomo de la serpiente en el camino del plato hacia la boca.- ¿Qué quieres decir?

- Lo que habéis oído, señor. No voy a ser el rey de este país de arenales y de cactos. Renuncio al trono, renuncio a mi compromiso con la hermosa Rata, renuncio a todas las riquezas y a la bendición de nuestros astrólogos.

-¡Insolente!- gritó Jamat III con los ojos encendidos. Luego dejó el pedazo de serpiente encima del plato y agachó la cabeza.- Estás bromeando con tu viejo padre, ¿no es así?

- Hablo en serio, mi rey. Abandonaré el país mañana a primera hora.

-¿Abandonar el país? ¿Piensas partir? ¿Adónde?

- He oído que existe un genio que concede un deseo a quien lo encuentra. Voy a buscarlo.

- ¡Un genio que...- Jamat III adoptó una expresión abobada y después de varios segundos inició un lento vaivén de afirmación con la cabeza.- Ya comprendo, ya comprendo. Sin duda ha sido ese viejo loco, ese viejo... ¿cómo se llama? Abgazel. Te ha llenado la cabeza con humos y porquerías. ¡Guardias! ¡Guardias!

Por una de las magníficas puertas asomó una cara asustada.

-¿Majestad?

- ¡Quiero que arrestéis inmediatamente al viejo Abgazel! ¡Llenadle la boca de sapos y cuando esté a punto de ahogarse cortadle la cabeza y me la traéis en una bandeja de plata!

- Padre... - suplicó el príncipe.

- ¡Serás rey!

Unas lágrimas resbalaron por las mejillas del joven.

-¡No!- golpeó la mesa, provocando un alboroto de vajillas y comida.- ¡No seré rey! ¡No conseguiréis acobardarme! Decídselo, madre, por favor.

-¿Acaso sabías tú algo de esto? ¡Contesta, Bu-Zaira!

Pero la reina sólo lloraba.

- Esto es un complot. Os habéis conchabado para amargarme la existencia. ¡Yo soy el rey, escúchame, escuchadme todos! Mis órdenes han de cumplirse. Tú eres mi hijo y harás lo que te mande.

- Mañana mismo partiré en busca del genio que concede un deseo, con o sin vuestro beneplácito.

-¡De ninguna manera! Si es necesario... – su voz dudó.

-¿Me arrestaréis? ¿Ordenaréis también que me llenen la boca de sapos y me corten la cabeza igual que al pobre Abgazel? ¿O me abandonaréis en medio de las dunas implacables? ¡Adelante, pues! No os tengo miedo.

Jamat III contempló maravillado a su hijo. Era valiente, sin duda. Osado. Por supuesto que nunca le haría daño. De manera que intentó cambiar la táctica.

- Dime, hijo mío, lo que esperas conseguir de ese genio. ¿Acaso buscas riquezas? ¿Poder? ¿Mujeres? No hay nada que desees y no tengas ya o puedas conseguirlo con un chasquido de mis dedos.¿Qué es lo que pretendes? Pronto serás el dueño de unas arcas rebosantes de oro y diamantes. Tendrás un harén formado con las mujeres más bellas del reino, y Rata deslumbrará en medio de todas como una esmeralda y será tu sierva y te complacerá con encantos inimaginables. Serás poderoso... Serás el rey de todo un país, y la gente se postrará con devoción a tu paso y se arrojarán al suelo con un leve gesto de tu mano. ¿Qué más puedes desear? ¿Qué otra cosa podría ofrecerte ese genio?

- Hay otras cosas importantes, señor.

-¿Cuáles? ¿Cuáles son esas otras cosas?

El príncipe Abu abd al Fat miró a su madre que seguía llorando con la cara escondida detrás de las manos.

- No estoy seguro... - tartamudeó avergonzado de su incertidumbre.- A veces, por las noches, me apoyo en el alféizar de la ventana y contemplo el cielo inabarcable. Permanezco horas y horas sumergido en un trance, y me pregunto dónde terminará aquella capa de sombras. Me lo pregunto con insistencia, como si en ese jeroglífico de oscuridades se encontrara la respuesta a quién soy realmente, al sentido que ha de tener mi existencia. Busco establecer la relación entre el cielo interminable y mis entrañas, la revelación del enigma... pero no la encuentro. La inmensidad de la noche permanece inescrutable. Y yo sigo sin saber quién soy, y sigo ignorando cuál es el sentido de mi vida.

-¡Astaghfirullah!- gritó el rey.- ¡Qué Alá misericordioso me perdone! ¡Mi hijo ha perdido la razón!

- Sólo el genio me puede explicar por qué estoy aquí, ¿no lo entendéis? Por eso debo partir inmediatamente en su busca.

El rey se levantó de la mesa de un salto. Arrancó un cirio de la pared y comenzó a golpear furiosamente en los muebles. Los sirvientes se apartaban de la trayectoria de los golpes con saltos espasmódicos y la reina Bu-Zaira apretaba más fuerte su rostro contra las manos. Abu abd al Fat miraba el destrozo callado.

- Está bien- jadeó Jamat III después de varios minutos.- No será necesario que esperas hasta mañana. Puedes partir ahora mismo. ¡Parte ahora mismo! ¡Vete! ¡Vete de mi casa y no regreses!

-¡No puedes tratarlo así! ¡Es nuestro hijo!- chilló la reina histérica.

-¡Cállate! ¡Soy el rey! ¡Yo soy el rey!

El joven príncipe se levantó cabizbajo y abandonó el palacio de su padre.

 

Pasaron muchos años. Abu abd al Fat atravesó tres desiertos inconmovibles; trepó doscientos cerros blandos y coralinos y trescientos veinte lomazos duros y calcinados; vadeó miles de ríos y arroyuelos; holló las arenas tibias de decenas de playas y se atrevió a nadar las aguas frías de algunos mares; cruzó pinares, bojedales, alamedas, robledales, olivares y muchas otras arboledas; combatió las intrigas de centenares de bosques; se descolgó por gran cantidad de tajos y gateó con dificultad por las laderas escarpadas de enormes montañas; en definitiva, anduvo, anduvo, anduvo. Apenas se detenía sino para alimentarse con la caridad de la tierra y la limosna de los hombres.

Una mañana se paró a descansar en una sierra sobre una piedra corrida de musgo. Cerca había un charco y Abu abd al Fat se inclinó para beber. Entonces vio en el espejo del agua la figura de un viejo de piel oscura y movimientos meticulosos.

- Este viejo eres tú- se dijo.- Vaya, ni siquiera sé cómo he llegado hasta aquí. Nunca lo encontraré.

-¿Qué es lo que no encontrarás?- preguntó una voz a sus espaldas.

Abu abd al Fat se giró lentamente y vio a un zorro albino encaramado sobre un tocón de algarrobo.

-¿Has sido tú quien ha hablado?

- Sí- contestó el animal.

-¡Pero es imposible! Ningún zorro puede hablar.

- Yo no soy un zorro cualquiera. Yo soy realmente un genio que concede un deseo.

-¿De verás?- preguntó el anciano con incredulidad.

- Sí.

Abu abd al Fat sonrió.

- Te he buscado durante largos y fatigosos años.

- Lo sé. Ahora ha llegado el momento de que formules tu petición. Dime, Abu abd al Fat, ¿qué es lo que deseas? Ten cuidado y mide tus palabras, porque sólo concedo un deseo en cada encuentro.

El viejo cerró los ojos y recordó. Recordó... recordó una vez que fue el joven príncipe de un país remoto. Recordó una madre llamada Bu-Zaira, y una prometida llamada Rata, y un anciano llamado Abgazel que componía historias fantásticas, y el rostro de un rey enfurecido. Recordó que vivía en un palacio esplendoroso y que por las noches se apoyaba en el alféizar del ventanal de su dormitorio para contemplar el cielo interminable ribeteado de limpias estrellas. ¿Por qué estoy aquí?, recordó. ¿Por qué? ¿Cuál es el sentido de mi vida? Pero ya sabía cuál era el sentido de su vida porque ya la había vivido.

- Mi deseo, genio, es que vuelvas a esconderte en un lugar recóndito hasta que te encuentre de nuevo- dijo entonces.

El zorro afirmó sonriente y se evaporó en medio de una nube de polvo.

El viejo Abu abd al Fat se levantó y echó a andar por la sierra.

 

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Published on e-Stories.org on 05/10/2009.

 
 

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