Juan Carlos González Martín

CRÓNICAS ALCOHÓLICAS - El hombre de la bebida naranja

Yo trabajaba en una tiene de alimentación en Madrid capital.
Mi trabajo consistía básicamente en poner sonrisa de gilipollas mientras les decía un montón de mentiras a los clientes.
Vendíamos embutidos de todo tipo, quesos, jamones, pollos, etc.
Solíamos ser cinco empleados en aquel antro y casi siempre estaba lleno de clientes. Me tenían hasta la polla. Que si dame esto. Que si dame aquello. Dios santo, algunos parecía que iban allí a pasar el rato. Tenía ganas de matarlos, pero, como eso no era posible, bebía.
El dueño casi nunca iba por allí, pero daba igual, ya que el encargado era su hermano. Muchos clientes habían entablado cierta amistad con él y pasaban allí las horas muertas.
Era un mindundi paliducho y medio calvo que no paraba de fumar. Su garganta siempre hacía ruiditos que te informaban de que sus pulmones no marchaban bien.
El hijo puta siempre olía mal. A sudor rancio. De varios días. Daba igual que fuese lunes o viernes. Las ocho de la mañana o las ocho de la tarde. Siempre olía a establo.
El segundo encargado, que era más inteligente que el primero, pero no le quedaba más remedio que chuparle el culo, era un pelota de mierda e imitaba el comportamiento del calvo. De hecho, empezaba a perder pelo a pasos agigantados. La única diferencia era que éste no olía mal.
Luego había un chaval de unos veinte años con claros problemas con la cocaína y un maricón, el cual empezaba a tener manchas extrañas y sospechosas por todo el cuerpo.
Y tocaba la comida directamente con las manos, por el amor de dios.
Aunque el cocainómano y yo, cuando el encargado no estaba y el pelota no nos podía controlar, hacíamos todo tipo de salvajadas a la comida que íbamos a despachar posteriormente.
Álvaro, que era el nombre del farlopero, una vez, incluso se folló un pollo muerto, de los que teníamos en la cámara frigorífica y se lo vendió a una clienta con todo el pastel dentro.
Supongo que al asarlo se formó un jugo que no estaría nada mal al paladar de esa golfa.
También solíamos masturbarnos encima de las piezas de jamón york y restregábamos el semen por encima.
Vertíamos gotas de orina en el líquido conservante del queso fresco e incluso, con un palito alargado cogíamos muestras del inodoro y la esparcíamos en la sobrasada.
Así, el tiempo se nos hacía más ameno.
Pero aún así, estábamos allí como diez horas al día y la mayoría necesitábamos un estimulante.
El mío era el alcohol. El dulce líquido del amor.
El del encargado era el tabaco. El del segundo encargado era el culo del primero. 
El estimulante de Álvaro era la cocaína y el del maricón, que se llamaba Pablo, eran las pollas de otros maricones.
Creo que el encargado también era maricón. Al  menos, que yo recuerde, nunca le vi con una tía.
Por la mañana, cuando iba a trabajar en autobús me bebía unas dos o tres cervezas. Cuando me traía algún compañero no lo podía hacer, cosa que me irritaba bastante.
No me gustaba que la gente lo supiera. No por nada en especial. Es más divertido estar colocado y que la gente piense que estás normal.
Aunque, ¿qué es estar normal?
El pelota vivía cerca de mi casa y me llevaba al trabajo con bastante frecuencia.
Beber delante de él no solo suponía que supiera que tenía un problemilla con la bebida, si no que se lo podía contar al encargado y así yo perder mi puesto de trabajo.
Nos turnábamos para almorzar e íbamos al bar. Íbamos en orden de jerarquía.
Primero, el encargado. Luego, el segundo. Luego, el farlopas. Luego, el mariquita, que tenía unos dieciocho años y, por último me tocaba a mí. Eso me venía bien ya que era cuando más gente había en la tienda, y no me gustaba trabajar. Casi siempre me sentía muy cansado, aún recién levantado.
Recuerdo en el bar, que estaba enfrente de la tienda en la que yo trabajaba, a un tío que, fuese a la hora que fuese, siempre estaba allí con una gran copa de algo naranja.
No sabía lo que era pero no sé porqué, llamó mi atención sobre manera.
Yo siempre almorzaba un bocadillo y tres o cuatro tercios de cerveza. Y de postre, una copa de coñac. Intentaba tener siempre chicles en el bolsillo por el tema del olor.
Podía beber vodka, que carece de olor, relativamente, pero no me gustaba. Prefería el coñac.
Si tenía el estómago delicado me pedía un sol y sombra. Esto es coñac con anís. El anís lo suaviza dándole un toque dulce.
Esa extraña bebida naranja no me llamó la atención por el color, ya que podía ser fácilmente vodka con naranja.
Me llamó la atención la forma que tenían de servírsela, como si fuera un coctel caro y exclusivo.
En una gran copa de cristal encima de un plato.
Y allí estaba este tío raro, con la copa naranja, el pitillo en la mano y la mirada perdida en el vacío.
Pero me llevé una decepción cuando, un día cualquiera, señalando al tío raro con el dedo índice, le dije al camarero:

  • Póngame uno de esos –
 
El tío de la copa me miró levemente y luego volvió a su estado letárgico.
El camarero me trajo la copa.
Le di un pequeño trago para saborearlo y, sabiéndome a nada, le di un trago más largo.
No sé lo que era. Tenía algo de alcohol, pero también tenía alguna bebida que lo amariconaba bastante.
Definitivamente supe que llevaba vodka, eso seguro, y que tenía naranja. Pero no era refresco de naranja, si no zumo.
Esto, para una persona no acostumbrada al alcohol, le habría dado un toque más fuerte, debido a la carencia de gas, pero, para mí fue malgastar una copa que bien podía haber sido de coñac.
Le pedía al camarero un par de chupitos de tequila y pagué la cuenta.
Cuando tenía prisa era lo que bebía, tequila en chupitos. Pero sin sal ni hostias.
El tequila me proporcionaba energía.
Ya era hora de volver al trabajo.

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Published on e-Stories.org on 03/11/2011.

 
 

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