Luis Ros

El Espejo del Cielo


- ¡Abdul! ¡Abdul!
La voz de Ismael recorrió la oscuridad de la noche como la súplica de un espíritu atormentado. Probablemente había rodeado su boca con ambas manos para que las palabras se dirigieran exactamente donde se suponía que me encontraba yo. Le respondí y la calma volvió a reinar en el pinar.
Quizá debería dormir pero el suelo resulta poco acogedor y, de todas maneras, tampoco podría hacerlo sabiendo lo cerca que estaba del Espejo del Cielo. En lugar de dormir prefiero rezar, porque esta madrugada, más que nunca, será Su voluntad la que prevalezca sobre cualquier otro propósito.
- ¡Abdul! ¿Estás rezando? - ahora la voz de Ismael era un susurro. Estaba muy cerca.
- Sí – le respondí en voz baja.
- ¿Puedo rezar contigo?
-Sí, pero hazlo en silencio
Nos conocimos cerca de Usdah. Era de gran estatura y constitución fuerte,  aunque también era evidente su carácter ingenuo y ciertamente simple. Por eso esta noche, al perderme de vista, se había sentido tan angustiado.
Mientras las oraciones se suceden, el cielo adquiere una sutil claridad. El bosque comienza a tomar vida. Puedo ver a Ismael acurrucado muy cerca de mí. Parece dormir. Fahra se acerca y sin detenerse dice:
-Salimos en diez minutos. Despierta a éste o se quedará.
Asiento y lanzo una piedrecilla a Ismael.  
-Diez minutos-le señalo con las manos
Ahora tenemos que esperar  la señal. Puedo sentir los latidos de mi corazón estallando en mis sienes. Al mirar por encima del hombro sorprendo a Ismael orinando. ¡Dios mío! ¡No lo vamos a conseguir!
¡La señal, por fin!
Me levanto de un salto y empiezo a correr. Tras de mí oigo las pesadas zancadas de Ismael que me sigue de cerca. Pero al cabo de unos segundos, empieza a jadear y se queda atrás.
-¡Corre Abdul!– grita mientras yo me alejo.
Pero en lugar de oír sus palabras de ánimo, oigo la voz de mi abuelo. Es una extraña pero reconfortante regresión temporal. Mientras mis piernas me llevan directamente a la valla, las palabras de Ismael me trasladan al tiempo en el que oí hablar por primera vez del Espejo del Cielo.
¡Corre Abdul! ¡No te pares! – gritaba mi abuelo.
Yo tenía ocho años y estaba a punto de ganar una carrera en la que participábamos todos los niños de la aldea. Recuerdo cada bocanada de aire caliente entrando en mis pulmones. La mirada fija en un punto inalcanzable; la escasa sujeción que ofrecía la arena bajo mis pies descalzos; los gritos de júbilo de mi madre y de mis tías.
Aquella noche, sentado junto al fuego, mi abuelo me premiaría con un cuento, porque tras su indómito espíritu, se escondía un auténtico ruwat, un cuenta-cuentos de fama legendaria.
- Erase que se era, Allah era en todo lugar y érase la albahaca y la azucena en el regazo de nuestro profeta, érase el bien y el mal, érase la vanidad de las estrellas y la bondad de Dios, que para satisfacerlas creó la arena y a los hombres del desierto. Las estrellas sabían de su propia belleza, pero a diferencia de la luna, que disponía del mar para colmar su vanidad, las estrellas carecían de un espejo lo suficientemente grande donde verse reflejadas. Así es que Dios en su inmensa paciencia dispuso un grano de arena para que cada estrella tuviera su reflejo en la tierra. Y así, uno tras otro construyó un espejo para ellas. Y para que la envidia no se hiciera hueco entre tanta belleza, determinó que los hombres del desierto custodiaran su obra. Pero estos sucumbieron a su encanto y se creyeron poseedores del Espejo del Cielo, lo que despertó la ira de Dios castigándolos eternamente a padecer sed y a no encontrar un hogar permanente. Entonces, El en su inmensa misericordia, tuvo un gesto de piedad con aquellos desgraciados y les concedió el rocío para  aliviar su sed y el camello para acarrear sus propiedades.  
 
Así como lo he oído, así lo cuento y si miento, Dios lo sabrá.
 
 Mi abuelo decidió morirse un día, el mismo en el que mi infancia me abandonó en un mundo inhóspito donde no había lugar para la imaginación, solo para sobrevivir.
Crecí y adquirí consciencia de la desesperanza que acompaña a todos los jóvenes que como yo, observaba a sus mayores envejecer sin ofrecer resistencia.
Un día conocí a Mohamed y nos hicimos amigos. A diferencia de mí su desesperanza se había transformado en un profundo resentimiento hacia todo lo que le rodeaba, por eso un día me confió que iba a irse para buscar una nueva oportunidad en otras tierras. Por mi parte le confié que mi mayor deseo era volver a nuestras tierras de origen, recuperar nuestra cultura y librar al Espejo del Cielo del olvido. Al oír aquello Mohamed quiso saber más. Entonces le hable del abuelo y de como las estrellas vieron colmada su vanidad gracias a la arena del desierto.
- Es una historia preciosa, pero solo es eso, una historia. – afirmó con condescendencia.
- ¿A qué te refieres? –
Aquella noche no había luna. Mohamed me llevó hasta la cima del monte Harus.
-El Espejo del Cielo no esta en el desierto- me aseguró.
-¿Dónde está? – le pregunté entre jadeos pero con exigencia.
-Espera a que subamos y lo entenderás. – respondió con calma.
Unos metros después Mohamed llegó a lo alto de la cima y extendiendo su mano dijo:
- Allí.
El otro extremo de la montaña acababa en un profundo acantilado a cuyos pies las olas del mar rompían con extremada violencia. Mis ojos recorrieron la superficie del agua, pero solo pude distinguir el movimiento cadencioso del mar y las efímeras crestas coronadas de espuma que aparecían de cuando en cuando.
-¡Al otro lado! –gritó Mohamed levantando aún más su brazo.
Levanté la vista siguiendo la dirección de su dedo índice. El otro extremo de aquel mar acababa en una gran masa de tierra, y por encima de ella eran visibles millones de luces diminutas que salpicaban aquí y allá la oscuridad de la noche.
- ¿Lo entiendes ahora Abdul? Ahí tienes tu auténtico Espejo del Cielo. Cada una de esas luces es una esperanza para nosotros. Una guía que nos señala el camino que debemos tomar para cambiar resignación por futuro. Tenemos derecho a ello Abdul, porque aquí no tenemos nada.
-¿Y nuestros padres? ¿Y las tradiciones? -
-¿Y nuestros hijos Abdul? –replicó Mohamed- Es importante preservar las tradiciones para que las próximas generaciones se sientan orgullosas de su pasado, pero te aseguro que llegará un día en el que nuestros propios hijos se reconocerán mejor por tener un futuro que por recordar sus costumbres.
 En ese momento desee más que nunca que el abuelo estuviera vivo, porque algo en mi interior me decía que Mohamed tenía razón. Fue el encuentro de dos sentimientos contradictorios y deseados con la misma intensidad. Mohamed percibió mi desconcierto. Pasó su brazo por mis hombros y dijo:
-Así como lo he oído, así lo cuento y si miento, Dios lo sabrá.
Había utilizado la formula tradicional con la que acaban todos los cuentos infantiles para concluir una historia que aún no había empezado. Unos días después Mohamed desapareció en las aguas del estrecho, intentando alcanzar su versión del Espejo del Cielo.
Al dolor por la pérdida del amigo tuve que sumar la amarga despedida de mi familia puesto que ese mismo día decidí escapar en busca de otro futuro. Me alejé de la casa con la resuelta intención de no mirar atrás, pero cuando tan solo había dado los primeros pasos mi madre me suplicó de nuevo que me quedara con ellos. Yo me giré con la intención de consolarla, incluso de demorar mí marcha si con ello conseguía mitigar su dolor, pero para sorpresa mía fue mi padre el que reteniendo a mi madre con sus fuertes brazos, gritó:
- ¡Corre Abdul! ¡No te pares!...... ¡Corre Abdul! ¡No te pares!  
Pero no era la voz de mi padre la que escuché, sino la de Ismael. De repente me encontraba de nuevo en el bosque de pinos. La realidad había recuperado su propiedad y podía sentir la falta de aire, de sueño y de fe en las posibilidades de alcanzar la valla.
Fahra y otro joven llamado Rashid iban delante. Entre los dos llevaban una tosca escalera hecha de troncos y alambres. Sin dejar de correr intento mirar por encima del hombro a Ismael, pero estoy a punto de caer.
- ¡Puedes hacerlo! –oigo decir a Ismael.
Fahra y Rashid ya han situado la escalera. Es corta, por lo que habrá que superar el alambre de espino. Ellos son los primeros en saltar. De repente el sonido de una sirena irrumpe desde la lejanía y todos nos apremiamos en subir. La escalera se agita convulsivamente pero aguanta bien la acometida. Cuando estoy a punto de superar el último peldaño pierdo el equilibrio e inconscientemente mi mano se aferra al alambre de espino. El dolor es intenso pero evito caer. Noto la sangre tibia correr por mi brazo. La sirena se oye muy cerca ya. Los que guardan turno detrás me urgen a saltar. Incluso Ismael, que a duras penas ha conseguido llegar, se suma a la súplica general. Sin embargo mi mano sigue clavada al alambre como si sangre y acero se hubieran fundido haciendo imposible liberar el brazo. Ya no siento dolor y tampoco necesidad de saltar. Las agudas espinas que atenazan mis manos, se han transformado en palabras que conozco perfectamente, pues son las mismas que utilizaba mi abuelo en su relato del Espejo del Cielo.
- Abdul, por favor… ¡Salta! –grita Ismael.
Desde lo alto de la valla puedo distinguir a un lado el bosquecillo que hace unos minutos nos cobijaba. En el extremo opuesto, el horizonte sobre el que despunta la mañana. Aún son visibles las miríadas de luces. Cada una de ellas me parecen una esperanza, un futuro para mí y todos los recuerdos que ahora se revelan. Mi mano consigue zafarse del alambre de espino y con un último esfuerzo salto sobre al otro lado.
- ¡Corre Abdul! ¡No te pares!
Mis piernas obedecen y corro entre la jara sin mirar atrás. Con cada zancada consigo alejarme de la valla, las sirenas y mis amigos. Pero ya no estoy cansado. Mi cabeza ya no domina mi voluntad, ahora es el corazón que, con cada latido, impulsa la certeza de una vida mejor.
Corro porque en el futuro, cuando mis hijos me pregunten por el Espejo del Cielo, les contaré mi historia. Una historia que hablara de mi abuelo y del  día que decidió morirse. De Mohamed y su sueño hundido en el mar oscuro. De mí y de cómo un día alcance el Espejo del Cielo.
Y así como lo he contado, así lo he escrito y si miento, Dios lo sabrá.

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Published on e-Stories.org on 05/30/2011.

 
 

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