Marc Dourojeanni

Mi Vecino

Mi vecino es una persona muy espiritual. Decidió que antes de cumplir los 50 años de edad debe descansar y disfrutar por el resto de sus días para compensar los esfuerzos que ya realizó durante su vida. Y, como se sabe bien, la ociosidad es la madre de muchos vicios. Entre otros, nuestro personaje, adquirió la manía de dedicar todo su ingenio a perturbar a sus vecinos, yo entre ellos.

Como sin trabajo no hay dinero, mi vecino no tiene mucho contacto con el vil metal. Entonces, para sobrevivir flotando (o sumergido) en cerveza, decidió establecer un camping en la parte yerma de su propiedad que, desgraciadamente, se localiza en el centro del bloque urbano en el cual vivo, que heredó de sus antepasados y que aún no ha vendido. Es así como, en pleno centro histórico de Pirenópolis, una importante ciudad colonial y turística del centro oeste del Brasil, el grupo de vecinos cuyas casas limitan con el nuevo campamento, deben sufrir, pared por medio y cada fin de semana, el impacto de un centenar de campistas, cada uno con su propia música electrónica a todo volumen, los olores de diversos churrascos simultáneos, borracheras escandalosas, peleas letales e insultos a grito pelado y, por supuesto, las consecuencias de sus necesidades fisiológicas.

A este punto debo aclarar que el camping de nuestro buen vecino no dispone de ninguna infraestructura. Carece de servicios higiénicos y todos sus huéspedes utilizan el único baño de la casa, cuya fosa séptica está colmatada hace tiempo, por lo que sus olores perfuman nuestro estar desde antes de la instalación del negocio. Debido a las inmensas filas que se forman para entrar a ese baño exclusivo, cuando oscurece los huéspedes prefieren orinar y vomitar contra las paredes de mi jardín, protegidos por la vegetación. Aunque es verdad que las plantas se benefician mucho, ostentando un verde intenso que revela el aporte excepcional de materia orgánica, eso no compensa los demás inconvenientes.

Cuando la vegetación del terreno de mi vecino crece demasiado, él no usa una cortadora de grama. Eso sería demasiado esfuerzo, además de costoso. Prefiere usar el sencillo y expeditivo método de incendiar la vegetación seca. Así, hasta dos veces al año, generalmente durante los días más tranquilos de la semana, el fuego lame nuestras paredes rajando el cemento y quemando los setos espinosos que yo sembré cuidadosamente para evitar robos y, claro, las miradas curiosas de sus clientes. Las profusas cenizas de las quemadas penetran en todos los rincones de las casas de los alrededores, provocando arranques de rabia de las amas de casa, que deben evitar que las partículas carbonizadas ensucien las paredes o la ropa colgada para secar en los tendales. El agua de las piscinas del barrio, huelga decir, se queda negra y, después de cada quemada, se requieren muchas horas de energía eléctrica para filtrarla.

¿Hay algo más fácil que criar gallinas en el patio, recoger los huevos y, de vez en cuando, torcer el pescuezo de alguna de ellas? No. Claro. Así que mi vecino tiene una pequeña banda de gallinas con sus respectivos gallos, que gozan de libertad irrestricta El problema es que los gallos del siglo XXI, afectados por los cambios climáticos o la luminosidad urbana, no tienen ninguna noción de lo que es un amanecer y cantan día y noche, sin respeto por los horarios tradicionales. El propietario de esos potentes artistas no se molesta, porque como es bien sabido, el alcohol es un admirable somnífero. Pero aquellos que deseen dormir sin ayuda sufren mucho. Bueno, podría mencionar otras docenas de problemas grandes o pequeños, aunque este no es el motivo de este escrito.

Lo interesante es explicar cómo la ágil mente de mi vecino analiza, por su lado, esos mismos problemas. Según él, los vecinos, como los matrimonios, deben ser tolerantes. Sin tolerancia el mundo no funciona bien, como lo demuestran los múltiples conflictos internacionales o religiosos. La juventud que aloja en su camping viene a Pirenópolis a disfrutar, a enamorar y a reír y es, pues, normal que escuchen música pop a todo volumen, que beban profusamente y que en ese caso es inevitable que se emborrachen y griten e, inclusive, que a veces se peleen entre ellos. Mi problema es ser demasiado viejo. Los vecinos como yo deben ser condescendientes con la juventud maravillosa, un presente divino. Además, me dijo, él tiene una necesidad vital de acomodar campistas los fines de semana pues eso es su única fuente de renta. De acuerdo con él, si no nos gusta esa situación, tenemos tres alternativas: escondernos en nuestra chacra que queda cerca o ir a cualquier otro lugar durante los fines de semana, comprar nuestra tranquilidad previo pago de una módica cuota mensual que compense sus ingresos previstos o, comprar la parte de su propiedad donde localiza al camping. Las dos primeras, aunque de una lógica decantada nos parecieron ligeramente chantajistas y dudamos mucho en aceptarlas. La última opción sería interesante, si tuviéramos el dinero para comprar su terreno, pero también sabíamos que el vecino no puede vender esa propiedad debido a conflictos de herencia bien merecidos.

Mi vecino continuó indicando que él es muy tolerante conmigo. Que él detesta la vegetación que existe en el patio de mi casa, que a veces invade la suya y que le trae serpientes y caracoles. De hecho, sus plantas inocentes hacen exactamente lo mismo, lo que a mí me agrada. Dijo que la puerta de mi garaje interfiere con su radio en los momentos más cruciales de su escucha de noticias. No me atreví a mencionar que eso es probablemente consecuencia de que él roba la energía, quizás en mi propia red. Que mi perro late debajo de su ventana, lo que definitivamente es falso y, entre pocas otras cosas, que el motor de mi coche interrumpe su sueño. Pero que, como él es muy tolerante, nunca presentó una queja sobre esos problemas que atormentan su vida solitaria y difícil. Yo me quedé impresionado y le agradecí por su tolerancia.

Fue más allá. Indicó que él quemaba su terreno porqué otros vecinos se preocupaban por las serpientes que podía albergar la vegetación crecida. A mi comentario sobre que para limpiar la vegetación en medio de un centro urbano se usan herramientas, motorizadas o no, contestó que los bomberos, alertados por alguien (no fui yo), no encontraron nada errado con su última quemada. Cuando mencioné que podría alimentar un par de caballos o vacas o cuatro ovejas en lugar de quemar la hierba, afirmó que estos animales tienen garrapatas y que él no ha adoptado esta solución para protegerme a mí y a mi familia de esas plagas. En este punto quedé muy conmovido. Ante el comentario que probablemente está prohibido montar un campamento sin una licencia ni instalaciones apropiadas en medio del centro histórico de la ciudad, él me desafió a demostrarlo. No quise desafiarlo porqué mi vecino, miembro de una de las familias más antiguas de la ciudad, podía tener muchas influencias con las autoridades locales. El continuó diciéndome que, tal vez en ciudades grandes existan planes y reglamentos, pero que en el caso de Pirenópolis aunque también existen, se aplican con gran criterio humanístico y que nadie ni nada le impediría continuar con el uso de sus tierras por él decidido. Concluyó la conversación final explicando, en tono doctoral, que nuestro error fue instalarnos en Pirenópolis. Que si queríamos un lugar tranquilo y sin ruido, debíamos haber ido a otro canto. Tímidamente mencioné que esa, paz y quietud, es la propaganda que la propia Pirenópolis se hace. Pero, con sabiduría, me recordó que el turismo es el motor de la economía local y que nada puede impedir que el progreso ruidoso continúe.

Al final de la conversación tuve que admitir que soy un viejo intolerante y que le debo mucho a mi vecino por su gran paciencia y por sus lecciones de coexistencia pacífica. Esperando el próximo final de semana estoy preparando mi regreso a chacra, lo que fue una de sus recomendaciones ¡Sólo me preocupa que allí también hay vecinos!

 

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Published on e-Stories.org on 03/16/2017.

 
 

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