Luis Ignacio Muņoz

Una guaca en la vieja casona

Nunca se supo en realidad a donde fue a pasar sus últimos años el viejo Antonio Simón. Se sabe que lo vieron ordeñando vacas en una finca en las proximidades de Cogua. Otros lo vieron arreando ganados ajenos en la carretera que va a San Cayetano y decían que por esos lados es que había desaparecido. Emigró a cualquier lugar donde nadie de sus conocidos y familiares diera con él. Allá debió pasar sus últimos años. Se fue porque en los alrededores de Nemocón y El Mortiño se convirtió en víctima diaria de constantes burlas por parte de la gente. Nadie aceptaba que siendo un hombre tan de buena suerte no la hubiera sabido aprovechar de una manera justa para su familia que era muy pobre y por culpa del miedo y las habladurías de algunos vecinos se hubiera dejado convencer como si fuera un cordero que llevan al matadero. Nadie le perdonaría lo ingenuo y lo tonto pero al final optó por irse a donde nadie le recordara que un día pudo haber sido un hombre rico.

El caso es que Antonio Simón fue siempre una persona trabajadora y de las que la gente solía llamar ni sal ni agua porque no se metía con nadie. Su nobleza de carácter rayaba en la torpeza y la ingenuidad. Era de los que compraban una ruana y la conservaba hasta que el último pedazo ya no le aguantaba en el cuerpo. Dicen que no pasó de dos años de escuela y su madre lo sacó a que cuidara marranos porque tenía que mantener otros cinco muchachitos de los que apenas recordaba de los padres que un día le habían dicho venga conmigo y después no supo nada de ellos.

Antonio Simón creció así, al principio cuidando cerdos, luego de ayudante de albañiles y después de ordeñador de vacas. Hacía cuanto le ordenaban y todos lo tenían por un buen muchacho. Pasaron varios años y ya cuando había cumplido los treinta y no había podido casarse pero tenía ya una docena de sobrinos y la promesa de triplicarse la cuenta, le dieron el trabajo de cuidar la vieja casona de la Esperanza, famosa por sus espantos nocturnos y las guacas que habían enriquecido a algunas personas que tuvieron algún vínculo con la antigua casa en otras épocas. Una mansión muy apreciada por los hacendados y ahora convertida en un lugar venido a menos con sus paredes descascaradas, los balcones de madera retorcida por el sol y la intemperie y los pisos tablados de las habitaciones destruidos por la codicia de los que buscaron inútilmente las guacas que estaban destinadas a otros que ni sabían de su existencia.

Al parecer esta antigua mansión estaba llena de dinero por cada rincón desde los tiempos de la colonia y los inicios de la república. De la misma manera que nadie precisaba con certeza la edad de la casa tampoco podía saberse la procedencia de las riquezas guardadas en los techos, en las columnas, en el patio con su mata de papayo y en las habitaciones. Lo cierto es que en las noches se oían voces lejanas de personas que gritaban, en otros momentos se oía rajar leña y una especie de letanías que duraban hasta una hora indeterminada. Acostumbrado a la vida que le tocara, Antonio Simón trasladó sus pertenencias y se fue a vivir a la vieja casona. Como todas las noches caía rendido del cansancio de las agotadoras jornadas, decía que jamás había oído ninguno de aquellos ruidos que se refería la gente

Cerca de dos años vivió en la casa con absoluta normalidad. Sólo se dedicaba a cuidar una huerta de maíz alrededor de la casa, ir en las mañanas y en las tardes a ayudar a ordeñar vacas con los demás obreros de la hacienda y hacer limpieza de algunos vallados cercanos para que en la inviernada no causaran estragos en los sembrados. Su madre vivía cerca de la hacienda y era quien a veces le traía las comidas y cuando ella no venía se preparaba el mismo y dormía desde que oscurecía hasta las cuatro de la mañana en que se levantaba a empezar labores. Era una de esas vidas rutinarias en que el tiempo pasa con una extraña parsimonia que al darse cuenta nadie se imagina que han pasado los años y apenas se recuerdan instantes que parecen uno solo de tanto repetirse.

Todo transcurría en esta rutina hasta que una noche Antonio Simón despertó al oír derrumbarse un pedazo de muro en una de las habitaciones contiguas yal igual que el resto de la casa permanecían abandonadas y el olor a polvareda encerrada allí a lo largo de mucho tiempo le daba un olor extraño, semejante a humedad y herrumbre mohosa por eso rehusaba siempre acercarse a las otras partes de la casa a no ser que como en ese momento pasara algo y al llegar alumbrado por una vela se dio cuenta que se trataba de un pedazo de columna de tapia que tenía por dentro forma de alacena cubierta por pañetes de cal y acababa de irse al piso. Entre los escombros aun polvorosos por el obligado encierro pudo ver que asomaba un enorme baúl de madera forrado con láminas de metal. Espero un rato en la salida de la habitación con la puerta abierta hasta ver disipado el nubarrón de tierra y entró a mirar atraído por lo bonito que le pareció el baúl. Estaba bastante pesado al intentar arrastrarlo. Le costó mucho trabajo retirarlo de los escombros y se dejó destapar en el primer intento de hacer la tapa hacia atrás. Un gozo azorado por el temor lo empezó a invadir al ver que estaba lleno de monedas amarillas y de manera rápida pensó en que eran de oro, limpias y brillantes porque en el lugar donde descansaba el baúl no llegaba la humedad del resto de la casa.

No descansó lo que quedaba de esa noche. Como el peso era tan grande metió en costales todas las monedas y las guardó debajo de la cama. Volvió a tapar el baúl y lo dejó en uno de los rincones escondido entre escombros de la caída de la columna y los que se encontró arrumados en otros lugares de la casa. Cuando calculó la hora de irse a ordeñar dejó bien cerradas las puertas y en unos minutos estuvo con sus compañeros en el corral.

Ya no volvió a ser el mismo. Desde esa mañana empezaron a notar que le pasaba algo pero a nadie le decía que era. El caso es que la siguiente noche y las posteriores, Antonio Simón se dedicó a sacar de la antigua casona, con el mayor sigilo posible los costales repletos de monedas hasta donde podía cargar y los llevaba a la casa de su madre a guardar debajo de la cama y en el zarzo. Por último llevó el baúl pues le parecía bonito y elegante y lo pensaba conservar pasara lo que pasara. La verdad es que ninguno sabía que hacer pues a ambos los asaltaba el mismo miedo unas veces a que los robaran y otras a que los sometieran a algún castigo por haberlas tomado de aquella manera. Así pasaron varios meses y fue cuando se empezó a decir en la hacienda y en los alrededores que Antonio Simón no permanecía en la casa porque lo veían a altas horas de la noche ir hacia donde su madre o de regreso a La Esperanza y poco a poco un rumor se fue convirtiendo en el chisme de cada día entre sus vecinos y conocidos en todas partes. Esto aumentaba el temor y la desconfianza de los dos cada vez que tenían oportunidad de verse.

--Ay, mamita. Yo ya no puedo más. No sé qué voy a hacer.

--Debiera hacerme caso, mijito. ¿Por qué no hace lo que yo lo digo?

--No, yo no creo que sea bueno entregárselo a mi patrón y no decir nada.

--Pues debería. ¿No ha oído lo que la gente dice?

--Sí, pero yo no soy capaz de hacer eso.

--Pues mijo, toca que haga algo porque si no quien sabe en qué lio no vamos a terminar metiendo.

Lo pensó durante muchos días y noches de desvelo en que toda clase de miedos ambientaron sus escasas horas de sueño. La alegría del comienzo se le fue volviendo un tormento cada vez más mortificante. Incluso en los ratos de ocio y soledad lloraba como un niño. La gente no paraba de preguntarle cosas y de insinuarle otras e incluso de agredirlo con sus palabras. Por fin una tarde de sábado tomó una decisión y se la fue a comunicar a su madre aunque sabía que ella no iba a interferir mucho en los planes que se había trazado.

--Pues si eso es lo que le parece a usté, hágalo, mijo, con tal que sea pal bien de todos nosotros.

--Pase lo que pase, lo voy a hacer y ojalá lo que me diga sea para bueno.

Ese sábado en la tarde se fue apenas terminado el ordeño a la casa, se cambió de ropa y salió presuroso al pueblo. Llegó a las cinco y fue en busca del padre a la casa cural. Aunque el sacerdote a esa hora no tenía en sus planes atender a nadie, su encuentro en el pasillo y la urgencia con que Antonio Simón insistía en que debía decirle algo de vida o muerte lo hizo detenerse un momento y empezar a prestarle atención. Como no era hombre muy conversador, terminó muy pronto de explicarle el motivo de su visita y tembloroso, con la voz entrecortada, arrepintiéndose por momentos de asumir tal temeridad deseo que algo pasara y se borrara la charla con el religioso o salir a correr por las calles y no volver nunca más en su vida.

--Mira hijo, eso es plata maldita. Usted no debe por nada del mundo coger un centavo de ahí. Ni dársela a nadie. Cuidado. Lo que tiene que hacer es esperar a que baje una creciente bien dura por el río Neusa. Coja esa cosa y tirela en la corriente que se la lleve. Si no usted pierde el alma.

Esperó hasta que llegaran los aguaceros de octubre. Trasladó otra vez el cargamento hasta la vieja casona y cuando se vino río abajo la primera creciente se fue dispuesto a cumplir al pie de la letra todo lo que el padre le había dicho para quedar para siempre limpio de todo riesgo

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Published on e-Stories.org on 02/27/2018.

 
 

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