Era mediodía y Juan salía de su trabajo con la sensación de haber llegado a la meta. Desde ese momento se encontraba de vacaciones y olvidaría por unos días el trajín del día a día laboral para dedicar todo su tiempo a disfrutar de sus aficiones y descansar. Su casa estaba apenas a diez minutos andando y por el camino se dispuso a cruzar un paso de cebra. Mientras esperaba a que pasaran los vehículos miró su móvil y se abstrajo por unos instantes de todo lo que le rodeaba. Aquella carretera era un peligro. Los coches circulaban a demasiada velocidad porque venían de la salida de la autovía, situada a menos de cien metros. Nadie tuvo la lucidez de colocar un semáforo en ese paso de peatones y para cruzarlo había que ser paciente o arriesgarse, en una carrera, a pasar rápidamente al otro lado.
Juan retiró la mirada del móvil por un segundo y vio que no venían vehículos en ningún sentido, así que volvió de nuevo la vista a la pantalla y cruzó tranquilamente. De repente, un autobús pareció salir de la nada y pasó a un palmo de sus narices, bañándolo por completo del calor del motor recalentado. Se quedó blanco al sentir la corriente de aquella pared móvil ante sí. Le produjo una sensación de ausencia de la realidad por unos instantes.
Como si nada hubiera ocurrido, siguió su camino con el móvil en la mano y cuando llegó a casa se tumbó unos instantes en el sofá para relajarse. Cerró los ojos y se olvidó de todo. Al rato, de un repullo, se despertó y se levantó para comer algo. Ya tenía la maleta preparada, con la que se disponía a ir a su casa de la montaña a pasar la primera semana. Era el mejor lugar para desconectar de todo y limpiarse los pulmones de la contaminación de la ciudad. En la lista de cosas que tenía pensado hacer durante las vacaciones, había anotado pintar el exterior de la vivienda, que hacía tiempo que presentaba churretes por el polvo acumulado y la lluvia. En su maleta llevaba también un libro y algo de ropa. La casa del campo estaba a una hora por carretera de montaña. No le importó salir a la hora más calurosa del día. Quería llegar cuanto antes.
Por la carretera no había un alma. Era la hora de la siesta y pocos sacrificaban ese descanso para moverse en coche. A mitad de camino, el paisaje cambió radicalmente. Las nubes hicieron su aparición ensombreciendo el ambiente a ratos en su discurrir cansino por el cielo. En los intervalos en el que el sol resurgía, lo hacía con luz potente que llegaba a deslumbrar como los faros de un coche en la noche. Las lindes de la carretera era un discurrir continuo de pinos, abetos y matorrales espinosos. Juan abrió las ventanas y notó el aroma de aquella vegetación y el aire limpio comenzó a depurar sus pulmones, reconfortándole.
Al fin llegó a su paraíso personal. Cuando abrió la puerta de la casa, contempló un mobiliario rústico, sobrio y sin vestigios femeninos. En el salón tan solo lucía una chimenea, una mesa de centro y un sofá. No tenía televisión. Cuando iba allí era para olvidarse por completo del mundo del que venía. El único aparato que le comunicaba con la realidad era su móvil y allí apenas había señal. Tenía que salir de la casa y dirigirse a una zona de la entrada en el que sabía que una única rayita, en el triángulo de cobertura, haría acto de presencia. Ya había avisado a su familia que iba a estar esa semana en el campo, y que miraría de vez en cuando el móvil por si surgía algo. Lo que quedaba de día se lo tomaría de relax total. Leería hasta la hora de la cena, comería cualquier cosa y a dormir.
Al día siguiente, se levantó temprano y se puso manos a la obra con la pintura hasta media mañana, en el que el sol ya apretaba demasiado. Con eso y otro rato de lectura ya tenía echado media día. Tras la comida y una breve siesta se preparó para dar una vuelta por el campo. Echaba de menos el caminar por la naturaleza. Aquel era otro mundo. Pasear por la sombra de los pinos, escuchar el sonido de sus pisadas y la brisa del viento moviendo las ramas, aquello no tenía precio. Tras un buen rato a la sombra, subiendo monte, salió a un descampado donde la quietud de una pequeña laguna reflejaba el cielo azul tachonado de nubes blancas impolutas. Se paró al toparse con aquel panorama. Parecía estar contemplando una fotografía de dimensiones descomunales. Se acercó a la orilla y se refrescó el rostro y los brazos con el agua fresca y limpia. En cuclillas observaba la superficie ondulante bajo él y cómo reflejaba el cielo, que se movía al compás. El agua se aquietó a los pocos segundos y de nuevo pasó a ser el espejo que se encontró al llegar al lugar. Pero algo no encajaba en aquel reflejo. Lo pensó durante un momento y no caía qué era. Le pareció que el sol que recalentaba su calva estaba haciendo de las suyas impidiéndole pensar con claridad. Sabía que allí faltaba algo. Se incorporó y buscó con anhelo el cobijo de los árboles. De nuevo retomó su camino y el frescor de las sombras le hizo olvidarse de aquello que le había inquietado hacía unos instantes. Siguió caminando un rato más y se incorporó, de nuevo, al sendero que le llevaba hasta su casa.
Aquella noche durmió profundamente. El aire del campo y la caminata le produjo un cansancio imperceptible que se fue acumulando con las horas. Soñó con el reflejo de la laguna y el cielo azul. Se vio a sí mismo refrescándose y observando el agua junto a sus pies, en el instante en que se quedó pensativo, como cuando hacía un puzle visual y no sabía dónde se encontraba el error en la imagen. Fue en el sueño donde se dio cuenta de que su reflejo no aparecía en el agua. Aquello le asustó y se despertó sobresaltado. Sentado en la cama, aún tenía la imagen en su cabeza. Estaba sudando y respiraba precipitadamente. Se levantó y fue a la cocina a beber agua. No hacía más que darle vueltas a lo que había soñado. Intentó tranquilizarse y fue directo al baño a mirarse al espejo. Por el camino el corazón se le aceleró sobremanera pensando si se vería reflejado. Antes de cruzar el umbral de la puerta se detuvo.
—¡No seas estúpido! ¡Mírate al espejo! Entra de una vez y verás lo que quieres ver.
Así lo hizo y cuando lo miró allí estaba él, pero la imagen era difusa. Cogió un trapo para limpiarlo sin lograr ver su reflejo con más claridad. El espejo estaba limpio y él apenas si podía distinguir sus facciones.
—¿Qué me pasa? Pero si veo bien todo a mi alrededor, no lo entiendo —se decía.
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El sol comenzaba a desperezarse y su resplandor se hacía paso en la oscuridad. Los días en la casa habían pasado muy rápido. Juan se encontraba desayunando. La noche anterior había hecho la maleta para salir con la fresca para la ciudad. No quiso darle mayor importancia a lo que le ocurrió aquel día ante el espejo. Pensó que sería algún problema de la vista y acudiría al médico en cuanto volviera del campo. En aquellos días, terminó de pintar la casa como tenía previsto y leyó el libro que se había llevado. Por las tardes se dio sus paseos por los alrededores y sus pulmones se quedaron como nuevos. Aquellos días le habían sentado muy bien, desconectando por completo de su vida en la ciudad.
Cuando iba en el coche de regreso, casualmente tampoco se cruzó con ningún coche por el camino. Era muy temprano y verano, pocos eran los madrugadores si estaban de vacaciones. Aquel lugar era solo frecuentado por los que tenían viviendas por la zona o excursionistas que acudían para hacer senderismo.
Cuando llegó, la ciudad se estaba desperezando. Apenas había circulación y no tardó en plantarse en su barrio, aún escaso de gente por las calles. Salió del coche y se dirigió hacia su portal, arrastrando la maleta de ruedas que producía excesivo ruido tan temprano. Eran cerca de las nueve de la mañana y el sol comenzaba a templar el ambiente. Caminando por la calle, Juan se fijó en la acera. De nuevo noto algo extraño, como cuando estaba en cuclillas en la laguna. Las sombras de los árboles se proyectaban hacia adelante, al igual que las señales de tráfico y las farolas, pero él no generaba ninguna sombra. Era como si fuera transparente y el sol no hallase obstáculo en él.
Se paró en seco y miró alrededor. Una pequeña estrella brillante descendió del cielo cual “abuelito” luminoso llevado por corrientes de aire. Aquella luz fue directa hacia Juan y se paró justo frente a él. Entonces su mente se retrotrajo una semana antes, en el momento que cruzaba el paso de peatones. Contempló la escena en tercera persona. Las cosas no sucedieron tal como él las percibió. El autobús no pasó de largo frente a él, sino que lo arrolló, dejándolo sin vida. Quedó como un muñeco, adherido al frontal del vehículo, mientras este continuaba su camino hasta percatarse del incidente y detenerse. En el momento del impacto el autobús separó de cuajo cuerpo y espíritu, pero este último ni lo notó y siguió su camino como si nada hubiera ocurrido. Su ánima errante había vivido lo que Juan tenía intención de hacer. Ya era hora de dejar el mundo terrenal. La estrella de luz se llevó lo que quedaba de él y juntos ascendieron fundiéndose en la nada.
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Published on e-Stories.org on 08/15/2020.
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