Jona Umaes

Los anillos


          Juan y Ana eran una pareja que estaba pasando un momento difícil. Magullados por las heridas mutuas que se infligían, la convivencia había pasado a ser un suplicio. Antes de tomar la decisión de acabar con su relación acordaron acudir a un psicólogo para que les ayudase a reorientar su camino.

 

          El despacho del terapeuta, que se llamaba Pedro, lucía un aspecto caótico. Conjugaba un mobiliario clásico con arte moderno en cuadros y esculturas. Si la decoración había sido cosa suya, se podía pensar que sus ideas igualmente eran algo estrafalarias. Escaso de pelo e indumentaria desaliñada, bailaba de un lado para otro en su gran sillón acolchado observando a la pareja que comenzaba a impacientarse por la actitud de quién pensaban les iba a ayudar.

 

​​​​​​​          Tras unos segundos de silencio que parecieron eternos, Pedro empezó a hablar:

 

¿Y bien? ¿qué les trae por aquí?

—Venimos porque nuestra relación está haciendo aguas y no sabemos si merece la pena seguir con ella —dijo Juan algo nervioso.

—¿Llevan muchos años casados?

—No estamos casados. Llevamos juntos unos tres años.

—¿Qué tal van sus relaciones?

—No tenemos relaciones —volvió a hablar Juan.

—¿Cuál creen que es el mayor problema que tienen?

—¡Es un mentiroso! —dijo Ana.

—¡Tú tampoco eres un ángel! —espetó Juan.

—No me valora. Nunca tiene ganas de salir y apenas me presta atención —continuó Ana.

—Ella tampoco valora mi trabajo. Es más, lo ridiculiza. Se cree que voy a rascarme la barriga.

 

​​​​​​​          La tensión iba en aumento, con fuego cruzado entre ambos frentes. Pedro, viendo que en cualquier momento podían estallar e ir a mayores, les interrumpió sin miramientos.

 

—¡Basta ya! —Pedro alzó la voz sobre la de los otros dos, bruscamente—. Vayamos por partes. Centrémonos en lo de que se faltan a la verdad. ¿Esas mentiras son sobre hechos graves o situaciones cotidianas?

—Según se mire. A mí me molestan mucho, aunque sean tonterías —dijo Ana con voz achantada, impresionada aún por la salida del psicólogo.

—¿Alguna infidelidad?

—No, que yo sepa —dijo Juan mirando a Ana. Ella le sacó la lengua burlándose.

—Bueno, entonces esto va a ser más fácil de lo que pensaba. A ustedes lo que les ocurre es que se han aburrido el uno del otro. Están hasta la coronilla de sus pequeños defectos. Necesitan algo que remueva los posos de su amor. Después de muchos años de experiencia, sé que van a salir de aquí desconfiados y con la sensación de haber perdido el tiempo. Les voy a decir una cosa. Aquí la culpa no la tiene nadie. Se han descuidado por la rutina del día a día y creen ya no se quieren. Nada más lejos de la realidad.

—Verán, no les voy a decir absolutamente nada de cómo tienen que comportarse. Ya son mayorcitos. Lo de la lengua de su mujer, ejem, lo voy a obviar. No compliquemos el asunto con nimiedades. Únicamente les voy a dar una cosa, y vuelven dentro de dos semanas a ver qué tal les ha ido.

 

​​​​​​​          La pareja, desconcertada, se miraron el uno al otro, como diciendo “¿dónde nos hemos metido?”. Juan se encogió de hombros, a la expectativa de lo que iba a darles el psicólogo.

 

​​​​​​​          Pedro se reclinó sobre el lado derecho para sacar de un cajón una pequeña caja de caoba. La puso en el centro de la mesa y la orientó hacia la pareja. Cuando la abrió, vieron la luz un par de anillos plateados totalmente lisos. Estaban apoyados sobre un soporte aterciopelado color púrpura. Las luces led del techo hacían chispear el perfil de los anillos, como si fueran diamantes o joyas de gran valor.

 

—Bien, se van a llevar estos anillos a casa y únicamente se los van a colocar cuando estén en su hogar. Al salir de casa los dejan en la entrada, para acordarse que tienen que colocárselos de nuevo cuando entren.

—¿Ya está? ¿Esa es su forma de ayudarnos? —dijo Juan, alzando la voz, incrédulo ante lo que veía.

—¡¡¡Silencio!!! —saltó iracundo Pedro— ¡Este en mi despacho y no admito impertinencias! ¡¿Está claro?! ¡Si no quieren mi ayuda, lárguense! Son setenta euros —y extendió la mano para recibirlos.

—Bueno, no se ponga así —dijo achantada Ana, con un hilo de voz—. Claro que queremos que nos ayude, pero es que nos resulta un poco extraño lo de los anillos.

—¿Cómo dice? Es que no escucho bien por este oído —dijo Pedro señalando su oído derecho y orientando la oreja hacia Ana.

—¡Que haremos lo que nos dice! —dijo Ana alzando un poco más la voz.

—Muy bien. Pues ya hemos terminado. Miren qué rápido ha sido todo. Ni media hora. Creo que he batido mi propio récord. No se preocupen. Hagan lo que les he dicho y hablamos en dos semanas. Ya verán que todo irá sobre ruedas.

 

​​​​​​​          Pedro se levantó y ofreció la mano a Juan, que la estrechó a desgana. Igualmente hizo Ana y una vez Juan pagó al psicólogo, ambos salieron con la caja de los anillos de la consulta.

 

Ya en el ascensor:

 

—Ja, ja, ja. ¡Ese tío está pirado! —dijo Juan sin poder contener la risa. Ana también reía sin freno. Hacía mucho tiempo que ambos no compartían un momento de complicidad y risas. Juan abrió la caja con los anillos y se lo mostró sonriendo a Ana.

—¡Unos anillos...! ¿Te gustan?

—Un poco sosos —respondió Ana con mirada sonriente.

 

​​​​​​​Juan se quedó mirando a su pareja y algo, hacía tiempo olvidado, se le removió por dentro.

 

​​​​​​​          Cuando llegaron a la casa, ambos se colocaron los anillos y se dispusieron a almorzar con la comida que había preparado Ana la noche anterior.

 

Durante el almuerzo:

 

—Mañana por la mañana, acuérdate que después del tenis me quedo con los amigos a tomar unas cervezas —dijo Juan.

—¿Cervezas? ¡Pero si me dijiste que irías a ver a tu madre, que se encontraba mal!

 

Juan, sorprendido, no se explicaba como había podido decir aquello. Ana, se estaba poniendo colorada de la indignación.

 

—Menos mal que por la tarde no te veo el pelo y me voy a El Corte Inglés a ver si pillo algún vestido —dijo a modo de desahogo Ana.

—¿Cómo? ¿pero no habías quedado con tu hermana a pasar la tarde en el campo? —dijo Juan inquisidor.

—Bueno, es que al final no podía y he pensado en ir de compras. —esquivó Ana, reprochándose haber sido tan torpe.

—¡Ya, y yo me chupo el dedo!

—¡Mira quien habló, el de las cervecitas! Si es que no tienes remedio.

—¡Serás cara dura!

 

​​​​​​​          Era el pan de cada día en aquella casa. La confianza se había ido de vacaciones hacía mucho tiempo, y aunque fueran tonterías, cada uno miraba por lo suyo. Pero en aquella ocasión, el destape fue simultáneo y la situación resultó tan cómica, que Juan no pudo contener la risa, que le subía del estómago con fuerza, preludio de una incipiente carcajada.

 

—¿Y esa risa de tonto? —dijo Ana sonriente, con la misma sensación.

—No sé, ¡es todo tan estúpido!, ja, ja.

—Sí, ja, ja. Pero no vas a ir de cervezas.

—¡Ni tú de compras!

—¿Quieres venir conmigo? —dijo ella.

—¡Esa es una proposición indecente! —soltó Juan—, pero si voy, ya de paso, miro algún cacharrito para mí.

—Estás soñando despierto —zanjó sonriente Ana.

 

​​​​​​​          Ambos no podían dejar de bromear y lo que en otro momento hubiera terminado en mal rollo, en esa ocasión los estaba acercando.

 

—¡Ven aquí, pecadora! —Juan se incorporó de la silla y se acercó tanto como pudo para darle un beso. Hacía tanto tiempo que no se besaban que a Ana le resultó como algo nuevo. Ella no solo lo aceptó con agrado, sino que le siguió el juego.

 

El vaso de cerveza, escandalizado por la escena se desmayó y desparramó su contenido por el mantel.

 

—Has tirado la cerveza, ¡zoquete!

—¡Que le den a la cerveza! —y siguieron comiéndose a besos.

 

El episodio terminó como era menester y por una vez, después de mucho tiempo, hicieron algo juntos con agrado.

 

​​​​​​​          Desde el día que los anillos entraron en aquella casa, vistiendo sus dedos, las cosas dieron un giro de ciento ochenta grados. Pero a ninguno de los dos se le ocurrió que aquel cambio se debiera a aquellas piezas de plata. Simplemente cumplían religiosamente lo que les dijo el psicólogo.

 

​​​​​​​          Las pequeñas mentiras a las que estaban habituados salían a la luz de la forma más natural, y aunque no siempre terminaran las cosas como el primer día, el hecho de ser inexplicablemente sinceros lo estaba uniendo cada vez más. Conforme pasaban los días su relación fue afianzándose. Compartían muchos momentos juntos y la armonía fue desplazando a la apatía en su hogar.

 

​​​​​​​          El día que se cumplieron las dos semanas, Juan leía el periódico mientras Ana terminaba de arreglarse para ir a la consulta del psicólogo.

 

—Ya estoy, ¿vamos?

—¿Dónde vas tan guapa? —dijo Juan impresionado.

—Estoy normal, eres un exagerado.

 

Juan se levantó y desde atrás rodeó con sus brazos la cintura de ella.

 

—¡No me beses que me quitas el maquillaje!

—¡Malvada! —y le apretó con la mano uno de sus cachetes.

—Dame tu anillo, que hay que meterlo en la caja —dijo Ana.

 

Llegaron al portal donde tenía la consulta el psicólogo y tocaron al timbre.

 

—¿Si? —una voz metálica surgió de las rejillas del portero.

—Perdone, teníamos cita a las diez y media —habló Juan.

 

El timbre de la puerta sonó y entraron al portal. Mientras subían por el ascensor:

 

—¿Te acuerdas el día que salimos de la consulta? —dijo ella.

—Sí, el “doctor chiflado” parece que no lo estaba tanto. Es increíble lo de estos anillos. ¿De dónde los habrá sacado?

—Es verdad, ¿quién lo iba a decir?

 

​​​​​​​          Cuando les llegó el turno, pasaron al despacho y para su sorpresa, tenía un aspecto diferente. Tan distinto que hasta la persona que estaba sentada tras la mesa no era Pedro.

 

—Siéntense, por favor.

—Perdone, estuvimos aquí hace dos semanas y no parece la misma consulta. También nos atendió otra persona —dijo Juan.

—¿Perdón? Eso no es posible. Llevo trabajando en este despacho desde hace años.

—Sí, sí. Había otra persona —terció Ana.

—Vamos a ver. Miró el cuaderno de citas y pasó las hojas hasta dos semanas atrás. ¿A qué hora vinieron?

—A las doce y media —respondió Juan.

—Aquí hay apuntada una señora.

—No puede ser. Estuvimos aquí y Pedro, el señor que habló con nosotros, nos dio esta caja con dos anillos —Juan le mostró la caja de caoba. El psicólogo la tomó, observándola con detenimiento.

—No sé nada de esto. ¿Y para qué les dio estos anillos? —La pareja se miraba sin poder creer lo que estaba sucediendo.

—No importa. Disculpe. No le importunamos más —dijo Juan levantándose cogiendo de la mano a Ana.

—Perdonen, ¡se dejan la caja! —dijo el psicólogo.

—Es igual, ya no la necesitamos. Quédesela —contestó Juan despidiéndose.

 

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Published on e-Stories.org on 08/29/2020.

 
 

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