Abdel tenía catorce años y no conocía más mundo que los alrededores de su choza y sus cabras. Su padre le enseñó el oficio del pastoreo y le dejaba a cargo de los animales mientras él iba al poblado, a varios kilómetros, donde vendía los quesos que producía con la leche. Era una tierra árida, sin apenas árboles, de arbustos espinosos y ardiente por el sol, el cual tenía bajo su yugo a todo ser viviente que andará por esos parajes. Ambos vivían solos y aislados del resto del mundo. El desierto se podía atisbar en la lejanía, y del calor que desprendía, hacía vibrar el aire caldeado sobre él. Abdel tenía prohibido acercarse a las arenas, no solo porque pondría en peligro las vidas de las cabras sino la suya propia. Podría desorientarse y vagar hasta perecer sediento. Su padre no dejaba de recordárselo una y otra vez.
Junto a la choza tenían un pequeño pozo del que extraían el agua que les permitía subsistir. No menos importante eran sus cabras, que les proporcionaban leche y carne. Abdel debía tener mucho cuidado de no extraviar ningún animal y mantenerse lejos de los depredadores. Habituado a aquel ambiente, podía presentir el peligro antes que hiciera acto de presencia, cualquier reacción extraña de sus animales, a los que conocía a la perfección, le ponía sobre aviso.
En una de esas ocasiones que se quedó solo, mientras el padre hacía negocios con el queso y compraba diversos productos para el hogar, Abdel se fue de pastoreo con los animales y una de las cabras más jóvenes se alejó del rebaño. Al darse cuenta, fue corriendo en su busca. Sabía el peligro que eso suponía para el resto. Si un león u otro depredador se acercaba en su ausencia, sería su ruina, por no hablar de la reacción del padre, que le daría tal paliza que no la olvidaría en su vida. Pero tampoco podía dejar a la pequeña que se extraviara. Igualmente, el padre montaría en cólera, aquellos animales valían más que el oro en aquellas tierras.
El animal no hacía caso a la llamada de su amo y en vez de detenerse aceleró el paso. Quizás se asustara de algo y su instinto le hacía correr temerosa. Llegó hasta el pie de una elevación en la que numerosas rocas de considerable tamaño obstaculizaban el paso para el ascenso. Abdel nunca se había alejado tanto y desconocía el terreno. La cabra se coló entre las piedras y comenzó a ascender. El chico no tenía la habilidad del animal y le costó sortear aquella barrera. Cuando comenzó a ascender ya había perdido de vista a la cabra. Se detuvo un momento y miró hacia atrás. Ya era demasiado tarde para arrepentirse de su decisión. Pensó que el rebaño volvería a su hogar, pues conocían el terreno. Más le valía que así fuera y no les ocurriera nada.
Debía acelerar el paso y dar alcance a la pequeña cabra. El sol comenzaba a apretar y se acaloró sobremanera por el esfuerzo. Las gotas de sudor surcaban su rostro, pero continuó el ascenso sin descanso. Por mucho que miraba hacia arriba el animal no aparecía. Llegó a la entrada de una cueva. Pensó que seguramente se había metido allí, y por eso no lograba verla. Se sentó un momento a la sombra para descansar. Desde allí podía contemplar un paisaje magnífico, nunca habían podido ver su tierra desde esa perspectiva. A lo lejos, vio el rebaño como puntos diminutos que contrastaban con la claridad del terreno. De vez en cuando corrientes de aire surgían de la boca de la cueva y le refrescaban la espalda sudorosa.
Se levantó y se asomó a la entrada. Llamó a la cabra con una voz, emitiendo sonidos propios de pastoreo que los animales reconocían a la perfección. A los pocos segundos escuchó el balido de la cabra amplificado por la oquedad de la cueva. Se introdujo en la oscuridad que le dio la bienvenida con frío recibimiento. La claridad que dejaba atrás fue menguando poco a poco, al mismo tiempo su visión fue adaptándose a la escasa luz que restaba delante de él. Llegó un momento que la oscuridad fue total. Miró hacia atrás y la entrada de la cueva quedó reducida a un pequeño punto luminoso como si fuera una estrella en la noche. No tuvo miedo de continuar pues si la cabra se había adentrado, él también podía hacerlo. El aire era fresco y no tenía dificultad para respirar. Tarde o temprano la luz del otro extremo harían acto de presencia. Así fue. Si momentos antes fue él quien dejó atrás la claridad de la entrada, ahora era el fulgor de la salida lo que le recibía.
Cuando llegó al otro extremo de la cueva se quedó atónito con el panorama que había ante sí. Le pareció estar en otro mundo, en el suyo no existía aquella frondosidad ni verdor que, mirara por donde mirara, lo inundada todo. No le cabía en la cabeza cómo había ido a parar allí. Se suponía que en las proximidades de su hogar solo había desierto. El aire era tan fresco en ese lugar que daba gusto respirarlo. Allí se encontraba su cabra ramoneando plácidamente. Se acordó del resto del rebaño, ¿qué sería de ellas?, ¿volverían a su redil por sí solas? No era una idea descabellada, el camino lo conocían de recorrerlo a diario.
Mientras pensaba en aquello, su atención se fijó en un río que discurría a unos cien metros. Su asombro era mayúsculo, nunca había visto tanta agua, ni tan limpia. Había personas allí abajo. Sin pensárselo dos veces, se dirigió hacia ellos. Cuando llegó, las mujeres y hombres que se encontraban en sus quehaceres cesaron su actividad y clavaron su mirada en él. Ya fuera por su vestimenta, extraña para ellos, o por la cabra que le acompañaba, de repente todos se arrodillaron y comenzaron a hacer reverencias, como si se tratara de un Dios. Abdel se quedó cuajado, no entendía nada de lo que sucedía. Los niños se asustaron ante la aparición del extraño y se colocaron tras sus padres. Una muchacha joven imitó el comportamiento de los adultos. Todos parecían tener en mente el mismo pensamiento.
Abdel les dijo que pararan de hacer aquello, que él no era nadie para que se postraran de esa forma. Todas las gentes que había ante él pararon entonces, y uno de ellos tomó la palabra:
—Después de tanto tiempo, al fin ha llegado el día que nuestras vidas cambiarán para siempre –hablaba la misma lengua que Abdel, por lo que podía comprender lo que decía.
—¿Por qué dice eso? —dijo el chico, sin entender.
—¿Acaso desconoces quién eres? Solo El iluminado sería capaz de articular esas palabras. Te seguiremos con fe ciega, pues solo tú puedes mostrarnos el nuevo mundo.
—¿Nuevo mundo? —su mirada se desvió hacia la única muchacha que había con ellos. No se sentía cómodo en esa situación, y buscaba la complicidad de alguien de su edad que no hablara en clave— ¿Puedes explicarme qué está ocurriendo? –dijo dirigiéndose a la chica. La muchacha se acercó y trató de explicarle de qué estaban hablando.
Las creencias de aquel pueblo se sustentaban en unos antiguos escritos que, de generación en generación, predicaban los sacerdotes como algo que en algún momento de su historia debía ocurrir y que permitiría a su pueblo conocer una nueva tierra que cambiaría para siempre sus vidas. Todo comenzaría con la llegada de un joven extranjero, junto a su cabra, que les guiaría en ese proceso. Aquel momento había llegado con la aparición de Abdel, quien hizo realidad lo que indicaban las escrituras. No había lugar a dudas, era el hecho que tanto tiempo habían esperado y estaba ocurriendo en esos momentos.
A Abdel, aquello que le estaba sucediendo le venía muy grande. Aquellas gentes le estaban encumbrando sin el merecerlo. Accedió por la curiosidad de conocer aquel nuevo mundo, pero tenía claro que ese mismo día volvería con su padre, independientemente de lo que allí aconteciera.
Durante el camino a la aldea, mientras hablaba con la muchacha y se contaban cosas de sus vidas y respectivas culturas, Abdel alucinaba con las cascadas que caían de lo alto de la montaña, de las amplias praderas de verde eléctrico, y la variedad de árboles que allí había. Cuando llegaron al poblado se armó un gran revuelo. Todos miraban curiosos al extraño aparecido. Fue recibido por los sacerdotes en el templo donde profesaban su religión. Abdel les explicó de donde procedía y cómo había llegado hasta allí. El hecho de que nadie conociera la cueva de la que hablaba y que comunicaba ambos mundos fue suficiente prueba para que creyeran que él era de quien hablaban las escrituras, aunque no fuera consciente de la importancia que tenía para ellos. También les dijo que debía regresar junto a su padre y no podía quedarse allí. Un sacerdote con un grupo de hombres y la muchacha con la que había hablado, que resultó ser la hija de quien regía aquella aldea, le acompañaron en el camino de vuelta. Debían conocer el acceso a la cueva y la nueva tierra del que hablaban las escrituras, para comunicarlo al resto.
Desde el primer momento los dos jóvenes sintieron el poder que tiene la novedad y lo distinto en las cuestiones amorosas, de las que fueron presa sin oponer resistencia. Se sentían muy cómodos uno junto al otro y siguieron charlando y conociéndose a lo largo del trayecto hacia la cueva. Una vez llegaron, debían ir en fila de a uno en el angosto pasaje que ahora iluminaba la luz de las teas que portaba la comitiva. La chica iba tras Abdel, este le había tomado la mano por si tropezaba. Aquel pasaje no había sido transitado desde tiempo inmemoriales, tan solo Abdel y su cabra lo habían hecho previamente. El hecho de recorrerlo tantas personas produjo tal reverberación que hizo que tierra y pequeñas piedras se desprendieran de la bóveda. Un murmullo de miedo recorrió la galería. Eso hizo que aligeraran el paso. Abdel, viendo que la tierra temblaba, aceleró el paso más aún, tirando de la muchacha y dejando ligeramente atrás al resto. La cabra parecía oler la catástrofe y se lanzó a correr despavorida hacia la salida dejando atrás a su dueño, que la seguía. Ya se percibía el resplandor del otro lado cuando la cueva tembló con más fuerza haciendo caer tras la muchacha el techo de tierra y piedras, contando el paso al resto. Abdel echó a correr llevando consigo a la muchacha, mientras esta le decía que los demás habían quedado atrás, que se había producido un derrumbe. Ya solo importaba salvar el pellejo. Eso hicieron ambos jóvenes y la cabra, que finalmente llegaron a la entrada. La tierra dejó de temblar.
—¡Qué susto he pasado ahí dentro, pero los otros han quedado atrapados! ¡Hay que ayudarles! —dijo la muchacha.
—Tenemos que esperar que la tierra se calme. No podemos arriesgarnos a entrar de nuevo y quedar encerrados también —. Los gritos de los hombres atrapados no podían traspasar la barrera de tierra y piedras que taponaba el pasaje. No tenían medios para mover aquellas rocas.
—Tienes razón, pero me preocupa que alguien haya quedado malherido y estén encerrados sin poder volver.
—Quédate aquí, me acercaré y les hablaré para ver si están bien. —Abdel volvió al interior de la cueva hasta llegar a las rocas caídas. Preguntó si le escuchaban al otro lado, si estaban bien. Las voces tras la barrera llegaban débiles, pero era una buena noticia que no hubiera heridos y que no estuvieran atrapados. Abdel regresó con la chica y le informó de lo sucedido.
—Están bien, regresarán para abrirse paso. Les he dicho que esperen a mañana. Quedan pocas horas de luz y tenemos que regresar donde mi padre. ¿Has visto qué diferencia con tu tierra? ¿Te gusta el paisaje?
—Sí, es radicalmente distinto. La luz es muy intensa y apenas hay vegetación.
—Mira allí, ¿ves esos puntos negros? Es mi rebaño. Aún sigue allí. Parece que me estén esperando. ¡Vamos!
Descendieron la montaña y regresaron con los animales a donde él vivía. El padre ya hacía tiempo que había vuelto y se estaba impacientando de ver que su hijo no aparecía.
—¡Hola, Papá! ¿Has hecho buenos negocios? –dijo el joven.
—¿Dónde te has metido? Llevo un rato esperándote. ¿Y esta chica? —el padre la miraba asombrado, por su tez clara y su ropaje extraño.
—Es una amiga. ¡La he conocido en un sitio fantástico!
Abdel le contó su aventura y el accidente ocurrido en la cueva. Debían regresar al día siguiente y reencontrarse con los que estaban al otro lado. La chica intervenía aportando detalles y hablando de su lugar de procedencia y su gente.
El reencuentro de la chica con los suyos fue emotivo. Todos quedaron sorprendidos del nuevo mundo y desde entonces la cueva fue el nexo de unión de ambas civilizaciones. Intercambiaron conocimientos y forjaron una nueva cultura del cruce de razas del que ambos pueblos salieron beneficiados.
El chico se las ingenió para convencer al pueblo de las montañas que habían malinterpretado sus escrituras. Su cabra había sido realmente la responsable de haber comunicado ambos mundos. De no ser por ella, nada de aquello hubiera ocurrido. En la entrada de la cueva erigieron en su honor una escultura de piedra, extraída de las entrañas de la montaña, para que perdurase por generaciones y todos supieran de qué forma comenzó su historia.
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Published on e-Stories.org on 07/18/2021.
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