Jona Umaes

Mi pequeño Yo

         
          En mi vida de astronauta he visto cosas que jamás pensé que existieran. La Tierra hace mucho que dejó de ser habitable, pero gracias al avance vertiginoso de la tecnología se pudieron construir enormes naves autónomas y sostenibles que ahora hacen las veces de ciudades con miles de personas habitándolas. El sueño del hombre de colonizar otros planetas se quedó solo en eso, en mera ilusión. Un reto demasiado elevado y costoso. Era más viable construir las ciudades satélite en las que vivimos ahora, junto a nuestra querida Tierra de la que nadie quería separarse. Seguimos sin perder la esperanza de volver algún día a ella.

          Escribo estas líneas desde mi pequeño apartamento con vistas al jardín, un enorme espacio abierto rodeado de cientos de ventanales como el mío. Tengo compañía, un amigo especial que se cruzó en mi camino en una de nuestras exploraciones de lejanos mundos.

          Contaba yo, por entonces, veinticinco años. La hibernación, aquello que en tantas películas de ciencia ficción se veía, era ya una realidad. Los científicos lograron hacerlo posible. Y no solo eso, las naves habían dado un salto de gigante en cuanto a propulsión y velocidad. Se consiguió superar los límites de nuestro sistema solar y para ello necesariamente teníamos que hibernar durante meses. Nuestros cuerpos no podían soportar la velocidad descomunal que alcanzaba la nave. Dormidos en las cabinas, un ordenador cuántico, con software de inteligencia artificial, controlaba la nave, siempre limitado con los parámetros programados por los ingenieros.

          En una ocasión, el sistema de exploración de la nave detectó un planeta con condiciones ambientales y orgánicas para poder albergar algún tipo de vida. Navegábamos ya a velocidad de crucero cuando nuestras cápsulas se abrieron y salimos del letargo en el que estábamos sumidos. Una sirena emitía pitidos a intervalos, sin censar, hasta que estuvimos completamente conscientes. Formaba parte del protocolo del despertar, al igual que los ejercicios que nos obligaban a desentumecer nuestros músculos. Las cabinas se colocaron en posición vertical, todo estaba automatizado, debíamos hacer ejercicios de musculación de brazos y piernas en aparatos que se desplegaban por sí solos dentro de las cápsulas. Una pantalla se posicionaba frente a nuestros rostros para ejercitar vista y mente con todo tipo de pruebas y así alcanzar la consciencia total.

          Éramos cinco en la nave: el piloto, un biólogo, un geólogo, un ingeniero y un militar. Una vez en el puente de mando, requerimos al ordenador que nos pusiera al tanto de la situación. El planeta que observábamos desde el enorme ventanal y en las pantallas donde no cesaba el flujo de información, tenía un tercio del volumen de la Tierra. Lo envolvía una densa capa de polvo en movimiento, que permitía ver, por momentos, lo que ocultaba bajo ella. La rotación del astro hacía posible cierta gravedad y en el mapa holográfico que presentaba su cartografía, pudimos apreciar elevaciones rocosas y manchas oscuras que ocupaban grandes superficies del terreno. No había indicios de agua, pero aquellas extensiones sombrías sugerían algún tipo de líquido que era desconocido para nosotros.

          No había tiempo que perder, nos pusimos nuestros trajes y desacoplamos el módulo de exploración que al mismo tiempo nos servía de vehículo para desplazarnos con rapidez por el terreno. Cada uno de nosotros tenía su rol en la expedición. Yo, en mi condición de biólogo, me encargaba de buscar indicios de vida y llevaba pequeñas urnas para tomar muestras y analizarlas en el laboratorio de la nave. Una vez atravesamos la bruma que envolvía al planeta, miramos curiosos el paisaje que se veía cada vez más próximo bajo nosotros. La luz del único sol de aquel sistema se filtraba por la niebla formando haces de luz cual focos que aparecían y desaparecían en segundos, iluminando la superficie. Una vez arribamos, el militar, que siempre encabezaba la expedición, salió decidido, empuñando su arma. Aunque las decisiones eran consensuadas, él era quien estaba al mando y tenía la última palabra. El geólogo de nuestro equipo, tras una primera inspección, sugirió dirigirnos hacia el pie de una montaña hasta donde llegaba parte de la oscura extensión que habíamos visto desde las alturas.

          A pesar de ser un planeta pequeño, nuestra sospecha de que la gravedad sería escasa fue errónea. No nos sentíamos ligeros pero tampoco pesados. Era un punto intermedio que hacía que pudiéramos movernos con rapidez. La tierra que pisábamos era oscura y lo que parecían piedras realmente eran terrones que se deshacían a nuestro paso. Mientras caminábamos hacia la montaña nos preguntamos de qué material estaría compuesta. Allí no se movía nada, no corría viento, todo estaba espantosamente quieto y la atmósfera que generaba la luz verdosa que se filtraba de las alturas aumentaba la inquietud que ya de por sí nos inundaba.

          Cuando llegamos a la elevación salimos de dudas, ascendimos unos metros sin problemas. Nos encontramos con terreno rocoso y discutimos si merecía la pena escalarla. Obtendríamos la misma panorámica que desde el módulo y pensamos que nada nuevo íbamos a encontrar en las alturas. Descartamos la idea y descendimos hacia el líquido elemento que se perdía de nuestra vista hasta el horizonte. Era de un color ocre y turbio, impidiéndonos ver qué había en el fondo. Me acerqué a examinarlo, metí mi mano enguantada y ahuecada para sacar algo de aquel fluido. Este se comportaba como si mi guante fuera impermeable, se deslizaba por él sin mojarlo en ningún momento. Me recordó al efecto del agua sobre una hoja de loto. Los demás me rodearon y miraban, al igual que yo, pasmados, el vaivén de aquella sustancia parda. Volteé la mano para vaciarla.

—¡Mirad! ¡Allí! ¿Lo habéis visto? —dijo el militar con vista de lince. Su don para la observación, agudizado a lo largo de años, llegaba hasta tal punto que captaba el más leve movimiento que se produjera alrededor.

—¿El qué? —dije.

—Algo ha hecho vibrar la superficie.

—No puedo creerlo. ¿Dónde?

—Allí, quedaros quietos y fijad la vista —dijo extendiendo su dedo índice hacia un lugar no muy lejos de donde nos encontrábamos.

—¡Sí, es cierto! ¡Lo acabo de ver! ¡Es increíble! ¿Sabéis lo que supone esto? —dije entusiasmado.

—¡No hay que bajar la guardia! ¡Lo que sea que se mueve puede ser peligroso! —dijo el militar.

—¡No digas tonterías! Merece la pena el riesgo, ¿No crees? No uses tu arma, solo si nos ataca, ¿Ok? ¡Contrólate! —. Me acuclillé y sumergí de nuevo la mano moviéndola ligeramente produciendo leves ondas en el agua. A los pocos segundos algo volvió a irritar la superficie sedosa, parecía aproximarse.

—¡Quietos todos! ¡Se está acercando! —dije en un susurro. La emoción me embargaba, siempre había soñado con un momento así.
 

          De repente, noté como algo palpaba mi mano. Me daba pequeños toques y se escurría entre mis dedos. Con los guantes no podía discernir de qué podía tratarse, en un momento dado sentí que se detuvo, notaba un ligero peso. Lo saqué lentamente uniendo la otra mano para que aquel ser no se me cayese. No tenía una forma definida, se retorcía sobre sí mismo en el poco líquido que lo bañaba. Igual adoptaba una forma alargada de un gusano, que se volvía una bola o se desparramaba como un huevo frito.

—Dadme una urna donde poder meterlo. Tenemos que llevárnoslo junto con algo de líquido. ¡En mi mochila, rápido! —. Una vez colocado en el pequeño recipiente transparente, lo cerramos herméticamente.

—¿Pretendes meter eso en la nave? —dijo el piloto.

—¡Tengo que analizarlo! ¡Es una oportunidad única! Yo me hago cargo —respondí.

—¿Y si enfermamos? ¡No sabemos nada de ese bicho!

—¡Tranquilízate! Estará en un compartimento estanco, aislado. Ya podemos irnos. No hay nada más que hacer aquí.

 

          Volvimos al módulo de exploración entre las protestas del piloto. Los demás callaban, no estaban seguros de cómo actuar. Fue una sorpresa para todos encontrar un organismo vivo, quizás tuvieran miedo o simplemente no sabían cómo actuar. Yo estaba entusiasmado.

          Una vez regresamos a la nave, tras el proceso de esterilización, me dirigí con la urna directo al laboratorio. La aislé en una cabina transparente y volví con mis compañeros para discutir sobre descubrimiento. Conseguí convencerles de que me dejaran unos días para estudiar aquel organismo antes de hibernarnos de nuevo y regresar a la Tierra.

          Aquellos días fueron apasionantes. No salía de mi asombro, aquel ser mimetizaba cualquier objeto que colocase cerca de él: gafas, pinzas, probeta, jeringa… adoptando su forma y textura. Podía ver dos objetos idénticos a los pocos segundos de aproximarlos. Era un ser inofensivo, pero respeté siempre el protocolo de seguridad. Llegó el último día antes de volver a casa. Estaba ya tan familiarizado con aquel organismo que hice una locura. Lo tomé con mis propias manos, introduciéndolas en el líquido donde lo tenía. Quería sentir su tacto. Sabía que era un riesgo, podía poner en peligro mi vida y la de los demás, por no decir la del resto de la humanidad una vez hubiéramos regresado. Fui un inconsciente, pero mereció la pena.

          Aquella cosa se deslizaba por entre mis dedos, era suave, viscosa, parecía jugar conmigo. En aquellos días observé la ausencia total de abertura en su cuerpo. ¿Qué daño podía hacerme? De repente, me quedé perplejo al ver cómo su forma cambiaba. En tan solo unos instantes se convirtió en una versión reducida de mí mismo. Era como un muñeco, pero terroríficamente real. Tenía mi pelo, mis facciones, era exacto a mí. Me observaba curioso esperando que yo hiciera algo. Se me escapó una risa de incredulidad, y me imitó, con un leve sonido, debido a su escaso tamaño. Comencé a hablarle y repitió una y otra vez, como un loro, cada una de mis palabras. No sabía si era inteligente, hasta ese momento solo me imitaba. Estaba tan absorto con aquel ser que olvidé por completo a mis compañeros. Así estuvimos casi una hora hasta que sucedió lo que nunca imaginé que podía suceder. Se volvió autónomo, ya no repetía, sino que hablaba como si tuviera conciencia propia.

—Sí, recuerdo la cara de tonto que se te quedó cuando me convertí en tu gemelo.

—¡No me lo esperaba! Hasta ese momento no hacías más que imitarme.

—Tienes razón. Gracias por la historia, no recordaba nada de lo que era antes de convertirme en una versión de ti mismo.

—¡Para eso están los amigos!

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Published on e-Stories.org on 08/10/2021.

 
 

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