Jona Umaes

La mecedora

          Hacía poco que me había comprado la casa. Sus anteriores moradores se veía que la habían tenido bien cuidada. La vivienda se me entregó vacía excepto por algunos muebles que no tenían interés en llevárselos, aunque lucían realmente bien. Me dijeron que los dejaban por si me interesaba alguno, y que procediera según mi parecer.

          Lo que más me gustó de la casa era la salita de estar. Tenía chimenea y una mecedora que, aunque antigua, podía usarse aún. Me senté unos momentos para ver qué tal se comportaba y la verdad es que me sorprendió lo agradable y cómoda que era. Emitía cierto gemido a causa de los años, pero no era molesto en absoluto.

          La primera noche que pasé en mi nuevo hogar encendí la chimenea. Era ya invierno y la temperatura bajaba bruscamente en cuanto se ocultaba el sol. No tenía ningún interés en encender la televisión, quería recordar ese momento, con el repicar de los troncos encendidos y la luz cálida e hipnotizante de las llamas que danzaban con vestidos de alegres colores. El sonido de fondo del fuego era relajante, acompañado, por momentos, del quebrar de ramas que cedían al calor que las consumía.

          Recuerdo aquellos instantes a la perfección, también por lo que ocurrió esa misma noche, se quedó grabado en mi memoria como un hierro candente sobre la piel. Me estaba adormilando con el ambiente caldeado que dejaba la chimenea. Las llamas habían menguado y solo quedaban las brasas que refulgían y parecían tener vida propia. Los vaivenes de ligera corriente que entraba por la puerta de la salita, las hacía palpitar de luz. Me incorporé y me puse en cuclillas para colocar otro pequeño tronco y así mantener el calor por un rato más antes de irme a dormir. De repente, escuché a mis espaldas el ruido quejumbroso de la mecedora. Me giré sorprendido y al volver la vista, allí estaba ella.

          Del susto, me incorporé, y le pregunté quién era y cómo había entrado. No obtuve respuesta. La mujer sería de unos veintitantos años, tenía la mirada perdida y se mecía tranquilamente con los pensamientos en otro lugar. Al fijarme mejor, me di cuenta de que su cuerpo estaba como difuminado, aunque, en un principio, lo achaqué al ambiente de la habituación solo iluminada por la luz del fuego. Me acerqué unos pasos con el corazón desbocado, para ella yo no estaba allí, seguía en su mundo. Quise ponerle la mano en el hombro, pero solo conseguí atravesarla, como si estuviera hecha de humo. La boca se me quedó cual lija y cuando tragué saliva me molestó la garganta. Estaba ante un espectro, pero la mecedora se movía como si, en realidad, hubiera alguien sentado.

          Me aparté a un lado y me senté en el sillón para observarla. Estaba muerto de miedo, pero al mismo tiempo, aquella mujer irradiaba calma, eso hizo que me tranquilizara al ver que nada ocurría.

          Me quedé contemplándola durante unos instantes, tenía el pelo recogido y algunos mechones sueltos caían sobre sus hombros. Parecía alegre, quizás pensara en alguien o en algún acontecimiento gozoso. Tenía los brazos apoyados en los reposabrazos, con las manos relajadas hacia abajo, y de repente algo cayó al suelo. Era un trozo de papel. Una sorpresa tras otra, mi primera noche en la casa estaba siendo de lo más especial. Me levanté a recogerlo y leí:
 

“En la losa suelta que hay bajo la mesita de mi dormitorio hay una carta que no pude enviar. La muerte segó mi vida y la felicidad con el hombre que amaba”


          La mujer se estaba comunicando conmigo y parecía querer que fuese en busca de aquella carta. Me dirigí a la habitación y, efectivamente, había una losa que no estaba como las demás. No me había percatado porque apenas se percibía. Cogí algo punzante y la levanté. Allí me encontré con una bolsa trasparente que contenía un papel escrito y algunas fotos antiguas en blanco y negro. En ellas aparecía un joven militar en un cuartel, solo o acompañado con más soldados.

          Cuando volví a la salita la mujer había desaparecido. Me senté en el sillón dejando la mecedora libre. Me pareció que sentarme en ella sería usurpar algo que no era mío. Tenía la visión de la mujer muy reciente. Leí el papel escrito. Era una carta con caligrafía clásica y atormentada. En ella se hablaba de un próximo encuentro con alguien llamado Pedro. Leí solo el comienzo, no era necesario ni decoroso continuar. Al momento, asocié aquel nombre con el militar de las fotos. Esa noche no quise saber más del asunto y me acosté. Era tarde ya y estaba cansado, pero me costó dormirme por todo lo sucedido y la historia de aquellos dos jóvenes que no pudieron encontrarse.

          Dormí a pierna suelta, era fin de semana y sin despertador que me incordiase. Tras desayunar, cogí las fotos que encontré y las miré con lupa. Había edificios con rótulos que apenas podía distinguir a simple vista. Pude apreciar que el tal Pedro servía en “Los cuarteles del Príncipe y Lepanto”. Busqué en internet información sobre el lugar y al parecer se había ocupado hacía escasos años como espacio universitario. Dejé el asunto y me puse a hacer mis cosas.

          El día transcurrió veloz y la noche llegó sin darme apenas cuenta. De nuevo en la salita, puse la televisión para ver las noticias y alguna película que llamase mi atención. Tumbado en el sofá, al calor de la chimenea, me inundó la modorra. Me sacó de mi ensueño el chirriar de la mecedora. Volvía a ponerse en movimiento con la mujer de la noche anterior meciéndose en igual disposición. Apagué la televisión y observé el movimiento de vaivén que se me antojó hipnotizante. Otra nota cayó al suelo, el espectro, de nuevo, quería decirme algo.

 

“No podré descansar hasta que Pedro sepa que nunca dejé de quererle. Es importante que mi carta llegue a sus manos”

 

          Acepté con fastidio la nueva encomienda. Si quería que el fantasma dejara de visitarme tendría que solucionar aquello. Los anteriores moradores bien que se callaron el asunto. De haberlo sabido, me lo hubiera pensado dos veces. La casa me gustaba y las visitas de aquella mujer eran un mal menor que, con suerte, podría resolver. Por otra parte, no me venía mal un poco de compañía, aunque fuera de alguien etéreo, claro que no conocía a esa mujer. Si tenía mal genio podía hacerme la vida imposible. Tenía que acabar con aquellas visitas fuera como fuera.

          Al día siguiente, mientras desayunaba, me vino a la memoria que mi padre había servido en aquel cuartel cuando era joven. Quizás él podría darme una idea de cómo localizar al tal Pedro. Por supuesto, no iba a mencionarle lo del fantasma, me hubiera mandado a freír espárragos. Fui a la casa de mi infancia, donde, además de mi padre, vivía mi abuelo. El pobre ya tenía la cabeza ida, eran pocos los momentos de lucidez que tenía. Le dije a mi padre que un amigo estaba buscando a cierta persona, la que aparecía en las fotos que le mostraba.
 

—¿De dónde has sacado esto?

—Ya te lo he dicho, me las ha dado un amigo.

—El mundo es un pañuelo.

—¿Por qué dices eso?

—¿No reconoces al de la foto?

—No ¿debería?

—Quizás no, él era muy joven entonces.

—¿Quién es?

—¡Es tu abuelo!

—¿En serio?

—Espera —se levantó y cogió una antigua foto de su padre que había

en lo alto del mueble de salón—. Mira, ¿notas el parecido?

—¡Es verdad, es él! —. Yo había visto alguna vez aquella foto, pero estaba en un lugar tan poco asequible, que no había podido retener bien sus facciones. En las fotos en blanco y negro los rostros a cierta distancia son todos similares, no se aprecian bien los rasgos como a color. Mi abuelo se llamaba Pedro.

 

Me levanté y fui corriendo a la habitación donde se encontraba. Estaba en el escritorio, perdido en sus pensamientos y escribiendo no se sabe qué.

 

—¡Abuelo! Mira estas fotos —dije nervioso. Se las mostré y su mirada apagada se encendió como una bombilla. Le brillaban los ojos y esbozó una tímida sonrisa.

—¿De dónde has sacado estas fotos? —dijo con voz temblorosa.

—¿Las recuerdas? Me las ha dado una amiga tuya ¡Sinvergüenza! ¡Qué callado te lo tenías! —reí sin piedad.

—¿Susana? ¿Vive aún? —dijo emocionado.

—Se puede decir que sí, pero tengo algo más para ti —saqué la carta y se la di. En cuanto comenzó a leerla con manos temblorosas, su rostro evidenció la emoción y me retiré para dejarlo solo.

 

Volví con mi padre al salón y al rato apareció mi abuelo con claros signos de haber llorado.

 

—¿Papá, qué te pasa? —dijo mi padre.

—Nada, se me ha metido algo en el ojo y se me han irritado. ¡Tú! —dijo dirigiéndose a mí—, ven a la cocina que tenemos que hablar.

 

Mi abuelo se volvió para la cocina y yo le seguí.

 

—¿Dices que está viva? —me preguntó.

—¿Quieres verla? Puedo arreglarte una cita —dije divertido.

—Sí, por favor.

—Ella no ha cambiado, ¿sabes?

—¡Deja de burlarte! —me amenazó con el bastón.

 

Volvimos al salón con mi padre.

 

—Papá, me llevo al abuelo a dar un paseo.

—¿A dónde vais?

—Quiero presentarle al amigo que me dio las fotos. Le hará mucha ilusión.

—De acuerdo, pero no tardéis.

 

          Mi abuelo parecía un adolescente que fuera a su primera cita. Estaba nervioso, nunca lo había visto en ese estado. Él siempre tan tranquilo, la excitación le dominaba en esos momentos. Cuando llegamos a mi casa la noche había caído. Le dije que me esperase en el sillón de la salita mientras preparaba algo de picar en la cocina. Regresé con las viandas y me encontré al abuelo grogui en el sofá.

 

—¡Abuelo! ¡Despierta! ¿No querrás que Susana te vea de esa guisa, verdad?
!Susana, Susana! ¿Dónde está? —dijo sobresaltado.

—Ya mismo aparece, no seas impaciente.

 

          Encendí la chimenea y enseguida se caldeó el ambiente. No hubo que esperar mucho tiempo para que Susana apareciese. Mi abuelo en el sillón y yo en el sofá, aguardábamos su llegada. En ningún momento le mencioné que era un espíritu, él esperaba que sonara el timbre de la casa. En la habitación solo se escuchaba el repicar de la leña bajo las llamas. Mi abuelo apenas comió, no tenía apetito. Yo devoraba hambriento lo que caía en mis manos.

          De repente, la mecedora comenzó a moverse. Mi abuelo se quedó de piedra. De nuevo, el lamento de la madera en movimiento anunció la llegada de Susana. Él se levantó con ayuda del bastón y se acercó para ver más de cerca a la mujer que se mecía.

 

—¡No puede ser, sigues igual! —le habló como si le escuchara.

—Abuelo, no puede oírte. Ella solo quería descansar en paz.

—¡Susana! —se acercó para tocarla sin poder creer lo que veía. Cuando su mano pareció palparla la mujer se desvaneció.

 

          No estoy seguro de lo que sucedió. Mi abuelo se tambaleó y amagó con caerse. Yo lo sostuve. Estaba en shock. Quizás parte de Susana se quedara junto a mi abuelo o desapareció para siempre sin más. Nunca lo sabré, lo que sí sé es que mi yayo quedó afectado, para bien, con el encuentro, y hasta pareció rejuvenecer unos años, como si una luz interior lo iluminara y le hubiera devuelto la alegría para lo que le restaba de vida.
 

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Published on e-Stories.org on 09/19/2021.

 
 

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