Paqui y Carlos eran un matrimonio feliz. Con su niña, Susana, de apenas nueve meses, habían pasado ya los momentos más duros con la chiquilla que ya había adquirido ciertos hábitos de sueño y comida.
Era verano y habían ido de vacaciones a una zona costera. Para ellos, gente de interior, el mar era lo más parecido al paraíso en esa época de calores y asueto. Carlos era un gran nadador, practicaba natación en la piscina del pueblo. Claro que no era comparable, al mar siempre había que guardarle el respeto que no se le tiene a un agua mansa y cercada.
—Cariño, me voy a dar un baño con la niña.
—Muy bien. No te adentres mucho, que no hagas pie. Yo me quedo al sol. ¡Mira qué moreno se me está poniendo!
—Ya lo veo. ¡Creo que esta noche voy a dormir con una morenaza!
—Me voy a poner celosa. ¡Ni se te ocurra ponerme los cuernos!
—Ja, ja. ¡Pero si todo queda en casa!
Carlos se adentró en el agua con la cría. La playa era de esas que solo cubre a lo lejos. Había algo de olas, pero la bandera lucía verde en el puesto del vigilante. El padre alzaba a la niña una y otra vez, introduciéndola en el agua. Susana no hacía más que reír, estaba disfrutando de lo lindo. Aunque daba la sensación de que se encontraban siempre en el mismo sitio, las corrientes bajo la superficie los adentraban poco a poco sin advertirlo. Llegó un momento en que Carlos no hacía pie. Tampoco era algo que le preocupase. Era un gran nadador y no tenía temor alguno.
De repente, se levantó una ligera brisa que hizo encresparse levemente el mar. No pudo ver venir la ola que se le aproximaba por detrás, le pilló desprevenido y tragó algo de agua. Tan solo fue un instante, mientras se recuperaba, pero cuando se dio cuenta vio que la niña no estaba en sus brazos. El corazón le dio un vuelco. Se puso como loco a mirar a su alrededor. Justo en ese momento, cruzó ante él una pequeña embarcación que avanzaba cansinamente. A bordo, un matrimonio disfrutaba del paseo. Una vez tuvo de nuevo a la vista la orilla, Carlos dio unas brazadas y buscó a tientas en el agua turbia. Aunque se sumergía una y a otra vez, no podía ver nada bajo la superficie. Tan solo movía desesperadamente los brazos con la esperanza de topar con la cría.
—¡¡¡Socorro!!! ¡¡¡Ayuda!!! —gritaba desesperado hacia la orilla. Con los brazos alzados, esperaba que el vigilante lo avistase. Y así fue. Tras unos segundos, el muchacho avisó por radio de la emergencia antes de lanzarse al mar y correr como loco en el agua poco profunda, para continuar a nado cuando ya no hacía pie.
—¿Qué le ocurre? ¿Se encuentra bien?
—¡Mi hija! ¡La tenía en mis brazos y la he perdido al zarandearme una ola!
—¿Dónde? ¿Aquí mismo? —no terminó de hacer la pregunta cuando se sumergió en busca de la niña.
Todos los esfuerzos fueron inútiles. Ambos hombres buscaron varios metros a su alrededor sin éxito. No había rastro de Susana. Al rato apareció un helicóptero que se paró justo sobre ellos. El vigilante hizo una señal a los de arriba para que oteasen la zona donde se hallaban. Desde lo alto tenían una visión más amplia y podían localizarla con mayor rapidez a simple vista o con prismáticos. Pero la niña no aparecía. Era como si se la hubiese tragado el mar.
Todos en la orilla miraban expectantes sin saber qué ocurría. Carlos regresó solo hacia donde se encontraba su mujer, que al verlo venir sin la pequeña se le descompuso el cuerpo. Él estaba roto. Tan solo unos instantes antes se regocijaba de la risa de su niña.
—¿Y Susana? —dijo la mujer desesperada, aunque ya sabía la respuesta.
—Se me fue de las manos. No entiendo cómo pude soltarla. Tragué agua y la perdí. —Ya no pudo articular palabra alguna. Rompió a llorar y se abrazó a Paqui desconsolado.
—¡Nooo! ¿Pero, qué has hecho? ¡Has perdido a la niña!
No hubo más palabras. Los dos, abrazados, lloraban como nunca lo habían hecho. Al poco llegó la policía. Los agentes hablaron a solas con Carlos, mientras una agente trataba de consolar a la madre.
La búsqueda se prolongó dos días más, y al no encontrarla pensaron que las corrientes marinas la habrían desplazado mar adentro.
Días lúgubres ensombrecieron el hogar del matrimonio. El silencio y las lágrimas se adueñaron de lo que había sido una casa llena de alegría e ilusión. ¿Cómo superar la muerte de una hija? Si bien era cierto que había sido poco sensato meterse en el agua con la niña sin los manguitos, él no vio peligro en una playa tan poco profunda. Adoraba a su pequeña. La felicidad rezumaba de esa casa. Paqui no tenía fuerzas para reprochar a Carlos su conducta. Sabía cuánto quería a su hija. Todo fue una desgracia que vino en el momento menos esperado.
No opinaba igual Cristina, la madre de Paqui. Ningún yerno es del gusto de una suegra. Estas siempre piensan que sus hijas se merecen algo mejor. Aunque no se llevaba mal con Carlos, el hecho de haberle arrebatado a su nieta, le quemaba por dentro. Alguien tenía que pagar por lo ocurrido. Aquello no podía quedar así.
El caso se tramitó como homicidio imprudente, la ley indicaba de 1 a 2 años. No había evidencia de agravante, por lo que, aunque lo condenaran, no entraría en prisión al ser un buen padre para su hija. De todo ello estaba informada Cristina por su abogado. La cosa cambiaría si Paqui denunciara a su marido, pero aquello no iba a ocurrir. Por más que la intentó convencer, ella amaba a Carlos y sabía cuánto quería a su niña. ¿Cómo iba a salir adelante sin él? Terminaría de hacer trizas aquella familia. Fue su madre la que, finalmente, terminó denunciando a su yerno. Su abogado le dijo que no veía mucho futuro en aquella iniciativa, pues era su mujer la que mejor lo conocía, era su palabra la que tenía valor. Aun así, necesitaba hacer algo y lo hizo.
Cristina se salió con la suya. Logró que lo condenaran a un año. Sin embargo, por buen comportamiento, solo cumplió seis meses. En aquel periodo entre rejas, Carlos pasó su duelo y tuvo tiempo para pensar. Su mujer le visitaba todo lo que podía. Aunque él era psicólogo, de nada servían sus conocimientos en esos momentos. Aún le costaba digerir lo ocurrido y no podía deshacerse del sentimiento de culpa. Fue el psicólogo de la prisión quien logró aliviarle, en parte, su carga.
El matrimonio consiguió salir adelante. Nunca llegarían a superar la ausencia de su pequeña, pero eran jóvenes y con el tiempo recuperaron la ilusión de tener otro niño.
Transcurrieron los años. Carlos se encontraba en su consulta, cuando se sentó frente a él una joven. Según le contó, tenía pesadillas recurrentes y no encontraba el motivo. No sabía de donde venían aquellas imágenes. Mientras la escuchaba, se fijó en sus facciones. Era asombroso el parecido con su mujer. Le resultó curioso la cantidad de personas con apariencia similar, y lo difícil que era coincidir con ellas.
—¿Y cuáles son esas imágenes que se repiten en sus sueños?
—No sé concretarle. Percibo que estoy en el agua, eso sí que puedo constatarlo porque es algo evidente. Alguien me tiene cogida, y de repente, siento que me hundo.
—¿Tiene la sensación que le falta el aire? ¿Se llega a despertar?
—Sí. Es algo muy desagradable porque realmente me estoy ahogando. Siempre tengo un botellín de agua junto a la cama, por si me ocurre. Beber agua me calma, aunque parezca absurdo teniendo en cuenta la pesadilla.
—No es absurdo. Es una forma de tranquilizarse —No supo por qué, Carlos se acordó de su hija. Ahora tendría la edad de esa chica. Era un recuerdo que salía a flote cuando menos lo esperaba y lo sumía en la tristeza —La interpretación de los sueños es algo que escapa a la ciencia, pero en su caso, al reiterarse, quizá sea un recuerdo profundo del que no es consciente.
—Si fuera solo eso, no le daría mayor importancia, pero luego me duermo de nuevo, el sueño continúa y siempre de la misma forma. Siento como si alguien me cogiera y me arropara. A raíz de despertarme, al día siguiente estoy agotada. Aguanto lo que me dura el efecto del café.
Carlos estaba con la mirada perdida, muy atrás en el pasado. La chica lo miraba desconcertada. Él volvió a revivir el mismo suceso traumático que lo marcara para siempre. La sensación del agua salada en la boca, la ausencia de Susana en sus brazos, la barca cruzando con parsimonia.
No se daba cuenta de que aquella chica era su propia hija. Quizás lo pensara, pero como una ilusión más que como una realidad. Y es que, ¿a quién no se le ha cruzado alguna vez alguien o algo en su camino, que le ha cambiado la vida, para bien o para mal? Un suceso inesperado, como un matrimonio que busca con desesperación una descendencia que no puede llegar, y que, de repente, se la encuentra a su paso, flotando, porque así lo quiere el destino, y aprovechan la oportunidad, sin pensar más que en su felicidad y no en el sufrimiento que su acto puede conllevar.
All rights belong to its author. It was published on e-Stories.org by demand of Jona Umaes.
Published on e-Stories.org on 07/21/2022.
More from this category "Life" (Short Stories in spanish)
Other works from Jona Umaes
Did you like it?
Please have a look at: