Se encontró, de nuevo, en la habitación de su juventud, desorientada, sin saber cómo había ido a parar allí. Se miró al espejo y vio la belleza que se había ido marchitando con los años. La experiencia de toda una vida la llevaba ahora en su memoria. El destino le había regalado una segunda oportunidad, o quizás fuera un castigo por no valorar lo que tenía ni a quien tenía. Se tumbó en la cama esperando que aquel momento fuera tan solo un mal sueño, una visión, un delirio. Recordó a sus hijos, sus nietos, su casa, buenos momentos en familia. Ni rastro de pesares, preocupaciones ni desazones de la vida. Tan solo, la última discusión con su marido.
—¿Por qué me haces esto? ¡Desgraciado! Siempre mirando por ti, cuidándote, sacrificándome por sacar esta familia adelante, y ahora que soy yo la que te necesita, miras para otro lado y te vas de copas, como si nada ocurriera. He tenido que llamar a mi hermana para que me asistiera. ¿No te entra nada por el cuerpo, verme en la cama, en el estado en el que me encuentro? Y tú, como si no fuera contigo. ¿Qué clase de hombre eres? ¡Hasta un animal tiene más humanidad que tú!
Eso solo fue el preámbulo. Luego soltó por la boca injurias que ni el mismo demonio conocía. Después de vaciarse, se quedó sin fuerzas. Seca de horas de lágrimas previas al estallido, enmudeció y se giró para perderlo de vista. En sus últimas palabras, maldijo la hora en que lo había conocido y se arrepintió de toda su vida con él.
El recuerdo de aquella discusión, de repente, se desvaneció. Sabía que había ocurrido algo más, pero las imágenes no terminaban de surgir. En vez de ofuscarse por ello, pensó en el papel que había tenido en su familia futura. Nunca se había parado a pensar lo que ella representaba. No solo era el origen de su prole, sino de sus nietos, biznietos y lo que viniera en adelante. Sin ella, sus hijos e hijas no hubieran existido, tampoco la relación de estos con sus parejas, ni su descendencia y las posteriores generaciones venideras. Le entró vértigo, solo de pensarlo. Se preguntaba si alguien reflexionaba sobre ello, o quizás, se daba por hecho, como el respirar, o el simple hecho de vivir, que, de habitual, se obvia y se olvida su valor.
De repente, le vinieron las imágenes que se le resistieron momentos antes. Tras el rapapolvo a su marido, aquellas palabras que pronunciara, fruto de la ira, se hicieron realidad. Su esposo se desvaneció ante sus ojos, al igual que las fotos de sus hijos. Incrédula, vio como todo a su alrededor desaparecía paulatinamente. Todo el fruto de aquellos años con él dejó de existir. Ante tal hecatombe, perdió el conocimiento y despertó donde se hallaba en esos momentos. Entonces, se dio cuenta cuán equivocada estaba. Había ninguneado a su marido. Era cierto que fue egoísta ante su enfermedad, quizás por la falta de costumbre, porque ella tenía una salud de hierro y no se había presentado la ocasión. Tampoco se preocupaba tanto por ella como ella lo hacía por él, pero el hombre también tenía sus cosas buenas. En esos momentos de furia se dicen cosas por desesperación, se pierde la perspectiva y lo negativo eclipsa el resto. Ellos habían vivido buenos momentos, criaron a sus hijos con ilusión. Formaron un hogar y con respeto, ante todo. Sí, ella había parido a sus hijos a los que tanto quería, pero sin su marido, no hubieran sido tales hijos sino otros, al igual que toda su existencia junto a él. Con otra persona, quizás con nadie, su vida habría sido muy distinta.
Entonces, deseó, con todas sus fuerzas, recuperar todo lo que había perdido. No quería vivir una vida distinta a la que tuvo, no tanto por su marido, sino por sus hijos. Quizás a la relación con su esposo no le quedará mucho de vida, pero sabía que el amor de sangre era para siempre. De modo que, renunció a una segunda juventud por estar de nuevo en su hogar.
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Published on e-Stories.org on 01/06/2023.
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