Los besos del Mar

     Me encantaría estar en la costa, respirar el aire marino, húmedo, bañado de aromas, algas y sal. Sentir el sol picar sobre la piel, el contacto con los granos calientes de arena, observarla viendo en ella los maravillosos tonos y formas que alguna vez formaron parte de algo mayor.

   Ahora todos ellos componen anónimamente un cuadro que se renueva a cada instante, pues sus elementos varían a pesar de que este hecho no sea percibido por el espectador de somera mirada. Ellos hablan de eternidad, pues son movibles, espontáneos, no se revelan al cambio, por eso mismo pueden avanzar en la ruta de la espiral de las conchas marinas.

    Cada movimiento del agua es distinto, cada capa de agua tiene otro color, llegando hasta el cristalino más puro que explota al ser atravesado por el rayo del sol. Es una compenetración perfecta de la fuerza y golpe suave de la masa acuática sobre ese suelo parejo y áspero a la vez, hecho de arena y rocas, que se entrega una y otra vez a ser embebido por el sabor salino y picante de su compañero. Son amantes: hay momentos en que se unen en mansedumbre, pasando casi desapercibidos, con jadeo regular y callado. En otros, se muestran mutuamente lo que llevan en sí y cambian su apariencia. Ella, la arena, forma montículos, ondea su superficie, socavándose en la orilla en profundas zanjas. Èl, el agua, retoza sobre ella, con ella; levantándola, amándola desenfrenadamente, desplegando toda su fuerza y, olvidando el escenario, inunda roqueríos, expandiéndose, hinchándose en bravos besos de ardientes pasiones, uniéndose en un canto, que puede ser percibido desde kilómetros de distancia.

   Luego, ella satisfecha expandirá su cuerpo al sol, desplegando el olor regalado por su amante; orgullosa expondrá a la luz las huellas de sus juegos amorosos y siempre dejará parte de sí en contacto con el agua, pues ella está sedienta de ese amor.

Fin

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