“I carry your heart with me
(I carry it in my heart)
I am never without it
[…]
Here is the deepest secret nobody knows”
[…].
E. E. Cummings
I carry your heart with me
Estábamos formados en el patio, resignados a tomar la clase de canto. Me acuerdo como si fuera hoy. Cursaba sexto grado en la escuela Brasil. Corría el año 1966.
Me sorprendió no ver a Mastrángelo, el maestro de canto. Era puntual, ritualista. Detrás de sus lentes montados al aire casi no se dejaban ver unos ojitos impersonales. Alto, espigado, era calvo y transmitía una frialdad de témpano.
Pasaron varios minutos hasta que apareció una mujer joven, de unos veintitantos años, más bien baja y algo rellenita, sin ser gorda. Se presentó como la profesora de canto. Mastrángelo estaba enfermo y no asistiría por unos días.
Fresca como una manzana, la profesora procuró dejar su huella, como si no quisiera pasar inadvertida. En cuanto empezó con su clase, se puso a clasificar nuestras condiciones vocales con la intención de asignarnos, según su criterio, a segunda o primera voz, subgrupos cuyos integrantes éramos algo así como los ilotas y los ciudadanos en la sociedad de Esparta; así de diferentes. Estaba muy claro que yo pertenecía a segunda voz. Allí estábamos los más, quienes hacíamos el trabajo rústico para el lucimiento de los integrantes de primera voz.
Pasamos uno a uno. Nos parábamos junto al piano mientras sus pequeñas manos regordetas interpretaban alguna obrita de nuestro poco imaginativo repertorio y, por un instante, nos oía afinar o desafinar. Para mi sorpresa, me indicó, sin dudarlo, que mi lugar estaba en el subgrupo de primera voz. ¡Yo no podía creerlo! No porque me interesara estar en primera voz, donde, en mi intimidad, creía no pertenecer, sino porque iría a estar más cerca de Bea.
Bea era sencillamente perfecta. Parecía estar siempre como ausente, aunque sus ojos almendrados, de una intensa vivacidad, dejaban ver un fulgor y una claridad que mis dos ojos contemplaban con infinita veneración. Nunca lo supo, pero era un genio tutelar que me protegía, y de cuya mirada inmaterial solo recibía ternura.
Me ubiqué en la última fila. Bea no se dio por enterada. Yo hubiera querido que me mirase, que algo diera a entender. Pero fue como si aquello le hubiera pasado inadvertido. Bueno, algo es algo, pensé: estaba más cerca de Bea, y esa era mi manera de tocar el cielo.
No hay bien que dure demasiado. La recuperación de Mastrángelo fue muy rápida. Tan pronto como regresó y retomó sus clases, hizo uso de la capacidad de su memoria auditiva y no tardó en darse cuenta de que algo andaba mal. Y como una demostración de su oído absoluto y de su relativa crueldad, después de poner cara de desagrado, me hizo pasar al frente. De nuevo la prueba. Confirmó la causa de la disonancia. Esta vez el dedo enjuiciador de Mastrángelo, rotundo, como si fuera el dueño de los destinos, me indicó mi verdadero lugar. Volví con la cabeza baja a mi subgrupo natural en el coro, donde ciertas sonrisitas exhibían el disfrute, siempre perverso, por la caída de uno que había salido de la empinada mediocridad y debía volver a ella.
Los meses siguientes transcurrieron con rapidez. Crucé por el final del curso sin mayores sorpresas. Pero los días fueron preparando, sin saberlo, el milagro.
El sol de diciembre cegaba cuando llegó la fiesta de fin de año. El día previo mi madre me había llevado a la peluquería. Yo estaba vestido con mi guardapolvo almidonado, impecable, un verdadero jaspe. La moña era un emblema de corrección: amplia, bien hecho su nudo, con la turgencia adecuada que la hacía verse voluminosa y firme.
Aguardábamos, inquietos. Mastrángelo empezó a tocar una de las piezas de ocasión. Con ello anunciaba que el comienzo de la ceremonia era inminente.
Las maestras se miraban y, de pronto, empezaron a reflejar un cierto estado de desasosiego. Pasaron a la acción. Varias de ellas iban y venían, murmuraban, ponían caras.
Yo, silencioso, observaba. Así soy yo. En todo caso, iba de la angustia al aburrimiento. Lo bueno era que estando en la fila disfrutaba del encanto del anonimato; incluso ubicado primero en la fila, como me correspondía no por mérito sino por mi baja estatura. Nadie se fijaba en mí; excepto mis padres que, de pie entre la gente, como la mayoría aguardaban la iniciación del acto.
Bea, en cambio, quedaba fastidiosamente al descubierto. En el fondo encabezaba la fila de abanderados que aún no dejaban entrar. Portaba el pabellón nacional. En ese mismo momento estaba consumida por los nervios. Aunque lo disimulaba bastante bien: ponía una cara de solemnidad extrema, solo traicionada por un rictus que, para quienes bien la conocíamos, dejaba ver su malestar por la inexplicable demora.
Se había producido un vacío incómodo. Mastrángelo, desesperado, cabeceaba dando a las maestras el mensaje de que ya era hora. De pie –como solía hacer sus interpretaciones–, continuaba aporreando con vehemencia el teclado del piano. Las marchitas se repetían sin justificación, en esa lógica ceremonial que todos conocemos, y muchos aborrecemos.
Entonces, luego de varias corridas, una de las maestras más jóvenes, que yo no conocía más que de verla en los recreos, fijó en mí una mirada ansiosa. Me señaló y, con los ojos desorbitados, se me abalanzó. Yo, atónito, no llegaba a entender. Cuando caí en la cuenta de lo que ocurría me dio un vuelco el corazón.
Al parecer había faltado el escolta del pabellón nacional, no aparecía un suplente, y ya no había más tiempo que perder. Quizá aquella maestra joven me escogió por la prolijidad del guardapolvo, por mi impecable moña azul o por estar primero en la fila. Quién lo sabe.
Lo último que hubiera querido era que me eligieran abanderado o escolta o lo que fuera. En mi caso, no hubo ensayos ni preparación previa ni nada. Así, de golpe, sin proponérmelo, salté a la notoriedad.
Mi cara ardía. Pero ese día probé la felicidad. Todos pudieron verme en mi alegría, en un resplandor secreto. Ese día fui el escolta de Bea. Ahora sí, estaba cerca de ella y me podía entreverar con el rayo de luz de su mirada. Al azar, al destino, qué sé yo, se le ocurren estos juegos.
Ese mismo destino, al que le agradan las repeticiones, mediante aquella circunstancia inesperada tejió de otra manera el porvenir. Desde ese día jamás me separé de Bea. Elegí ser su escolta por los tiempos de los tiempos. Y ella es el genio tutelar que me protege, y por siempre lo hará, allí donde la suerte nos lleve.
Mastrángelo no pudo torcer el destino. No pudo escamotearnos la victoria.
Nota: Relato publicado en el libro “El Plumaje de los pájaros”, 2024, edición del autor.
All rights belong to its author. It was published on e-Stories.org by demand of Héctor de Souza.
Published on e-Stories.org on 03/28/2025.
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