En general no guardamos muchos recuerdos nítidos de la infancia. Con el paso del tiempo se hace más difícil revivir nuestras experiencias tempranas. En medio de esa amnesia, solo podemos divisar una vaga penumbra de cómo éramos, unas irregulares reminiscencias, una evocación indiscriminada de pequeños momentos, unas representaciones mentales formadas por fragmentos de recuerdos y conocimientos, acaso ficticios. Para nuestra hija Ana, en cambio, algún día las cosas serán diferentes. Dentro de veinte años, cuando se asome a esa vaga penumbra del pasado, sin duda podrá recordar vívidamente un preciso día invernal de su niñez, un forzoso día sin fecha. Y volverá a experimentar el mismo temblor y a sentir el frío del miedo. Me acuerdo de aquella tarde y aún se me pone la piel de gallina. Al mirar hacia el jardín, vi una figura brillante en el paisaje grisáceo. De pronto me pareció que la luz se apagaba un poco, como si fuera la sombra de una nube. Nunca sufrí un estremecimiento semejante. Enseguida entraron ellos. Metidos en trajes espaciales azules, apenas dejaban ver unos ojitos de mármol detrás de sus máscaras protectoras. Parecían seres provenientes del cosmos, arrancados de alguna oscura nebulosa. Traían un olor etéreo, un aroma a aire frío, metal y espacio, que quedó impregnado en mi memoria como un interminable hedor a niebla alcanforada. En unos minutos se llevaron a Abu. La sacaron del sombrío dormitorio. Fue la última vez que la vi. Mamá estaba allí y papá estaba para mamá, y se tomaban de la mano. Mamá lloraba y papá, de pie, impotente, miraba a su alrededor como buscando una respuesta. Es culpa mía, pensé. Pocos días después le dijimos a Ana que su abuelita se había ido al Cielo; que no la vería más. Desde que terminó el verano, y brotaron los amarillos del otoño, ya no había vuelto a salir de su habitación. Le habíamos dicho a Ana que no entrara a su dormitorio; que no debía verla, que no debía acercarse, que el contacto podía ser riesgoso para su abuela. Sentí que algo de mí, algo que yo tenía, estaba mal. ¡Y yo que no les hice caso a mis padres! Dos días antes de que se llevaran a Abu, yo había violado el aislamiento. Sin que mis padres lo supieran, había entrado a su cuarto. Fui a prestarle a Emilia, mi muñeca parlanchina. Abu estaba tan sola. Ana pensó, con delicada inocencia, con negligente esplendor, que Emilia, su muñeca, sería una buena compañía. Su abuela se lo agradeció mucho y, llorando, la saludó con la mano. Le dijo que no debía estar a su lado. Ana hizo caso omiso. Antes de irse, la abrazó como para siempre y le dio un beso en la mejilla. Y advirtió el doloroso esfuerzo de su abuela por apartarla. No logró comprender lo que ocurría, por qué debían estar alejadas. Durante mucho tiempo después de la pandemia llegué a pensar que tenía un superpoder: creía, con mágico temor, que podía decidir sobre la vida y la muerte. Pero, aunque tardé en darme cuenta, pude descubrir que yo no había causado la muerte de Abu; que no tenía un superpoder.
Nota: Relato publicado en el libro “El Plumaje de los pájaros”, 2024, edición del autor.
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Published on e-Stories.org on 03/28/2025.
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