Jose David Martin Bartolome

Una ayuda a tiempo

 

La viuda Manrique y el padre Calatrava miraban con tristeza los restos del cráneo destrozado. El muro noroeste de la iglesia estaba profusamente decorado con huesos humanos, pertenecientes en su mayoría a víctimas de la peste del XIV, mientras que la capilla de la Redención estaba llena de esqueletos de delincuentes que, antes de pasar por el cadalso, habían encomendado sus restos a la piedad de la iglesia, buscando una nueva oportunidad en la vida futura.

Un incensario, donación del tercer conde Manrique, allá por la tercera cruzada, había colgado durante esos siglos del techo de la iglesia. Y ahora, por la fatalidad o por voluntad divina, la cadena se había roto y el pesado incensario cayó contra la pared, destruyendo uno de los cráneos del muro. El incensario yacía en el suelo, entre restos de hueso y argamasa. El padre Calatrava era el responsable de la parroquia, y la viuda Manrique, última descendiente de aquella insigne familia, una de sus más fieles parroquianas. En el momento del accidente, ambos estaban en la sacristía, acordando cómo utilizar el dinero de la parroquia en ayuda de los necesitados. A la viuda Manrique, sola y sin familia, le reconfortaba pasar su tiempo en la iglesia y dilapidar su aún boyante fortuna en donaciones y actos benéficos, antes de que Dios se la llevase y una serie de primos lejanos y sobrinos desconocidos se peleasen por su herencia.

Ahora la pobre anciana lloraba desconsolada, viendo cómo aquel desafortunado accidente había destruía lo que ella y, en el pasado, su familia, habían mantenido incólume.

-No se preocupe, doña Julia –decía el párroco-, lo arreglaremos.

Ella negó con la cabeza, mientras secaba sus lágrimas con un pañuelo de encaje. Calatrava no puedo evitar fijarse en sus manos. Siempre le habían fascinado aquellas manos, delgadas, de piel tan fina como el más liviano satén, y sin una sola mancha pese a lo avanzado de su edad. Unas manos que parecían hechas para acariciar al necesitado, que no temblaban al firmar cheques para los pobres, que trabajaban cuando era necesario sin desfallecer nunca. Manos de ángel.

-La calavera está destrozada –dijo la mujer con su suave vocecilla-. No hay nada que hacer.

-Dios proveerá, doña Julia –dijo él con confianza-, Dios proveerá.

En ese momento se abrió la puerta de la iglesia. Ambos miraron hacia allí, aunque sin alarmarse. En aquella parroquia era normal que cualquiera entrase sin importar la hora, para hablar con el sacerdote de sus problemas, para pedir ayuda económica o espiritual, o simplemente para charlar. Esa era, a ojos del padre Calatrava, la función primordial de la iglesia; el reunirse con sus fieles, el darles siempre la opción de entrar y compartir su tiempo.

En este caso, el visitante era un vagabundo, vestido con ropas que un cerdo rechazaría como manta, y con aspecto tan famélico que parecía a punto de derrumbarse bajo el peso de su mugrienta mochila.

-Bendito sea Dios –dijo la anciana-, pobre hombre.

El vagabundo, al parecer intimidado por la atmósfera de la iglesia, plagada de cráneos y huesos en cada pared, se detuvo a unos metros de la puerta. Parecía a punto de darse la vuelta y huir.

-Por favor, señora Manrique –dijo Calatrava con voz suave-, acompañe a nuestro invitado a la cocina y atiéndale mientras yo trato de recoger esto.

La anciana, satisfecha por tener algo que hacer y poder así apartar de su mente lo ocurrido, asintió y se dirigió al vagabundo.

-Bienvenido, hermano –dijo acercándose-. Acompáñeme y cene algo, por favor.

El vagabundo, aún cohibido, dio unos tímidos pasos al frente. La anciana llegó a su altura y le cogió del brazo, obligándole así a vencer su reticencia.

-Me cuesta andar, ¿sabe usted? –dijo en tono confidencial-. Permita que me apoye.

El vagabundo asintió, y ambos se dirigieron a la cocina, acondicionada en la sacristía. Cuando pasaron junto a Calatrava, el pobre mendigo paseó su mirada por el escalofriante pasaje y tragó saliva.

-Bienvenido, hermano –dijo el cura-. Dios te envía. Pasa a la cocina y te ayudaremos en lo posible.

Cuando Calatrava se quedó solo, dedicó unos minutos a tratar de reconstruir el cráneo destrozado. Pero no tuvo suerte. La mandíbula y el parietal estaban prácticamente pulverizados, y los pocos dientes que la calavera conservaba cuando estaba en la pared estaban ahora en el suelo, repartidos como un macabro juego de tabas. El polvo y los trozos de argamasa no mejoraban demasiado las cosas. Por no hablar del tremendo abollón que había sufrido el incensario.

Suspiró y se dirigió a la cocina, donde tenía el teléfono, para comunicar lo ocurrido al obispado.

Poco antes de llegar a la puerta, un nauseabundo olor invadió sus fosas nasales. Era algo repugnante, como a col hervida y quemada, dulzón y penetrante. Preguntándose qué estaría preparando la viuda Manrique, el sacerdote entró en la cocina.

El vagabundo estaba sentado en una silla, con su cuerpo laxo caído sobre el respaldo, y la parte alta de la espalda apoyada en el borde del fregadero. De su cuello desgarrado salía una corriente continua de sangre, impulsada a borbotones por la menguante fuerza de su corazón muerto. La cabeza no estaba donde debía, había desaparecido. Y la viuda Manrique, con gesto cansado y el pecho convulsionado por fuertes jadeos, se apoyaba en el borde de la encimera. Sobre el fuego, la olla exprés emanaba vapor a través de la válvula, inundando todo del repulsivo olor dulzón.

La viuda, con una sonrisa beatífica en su rostro manchado de sangre, se giró al oír entrar a Calatrava, que la miraba en silencio, completamente conmocionado.

-Le golpeé con el rodillo en la cabeza –explicó la anciana-, así que estaba inconsciente cuando corté. No sufrió, pobrecito mío. Tendrá usted que llevarse el cuerpo, porque yo estoy agotada. La columna vertebral era muy dura –alzó un cuchillo ancho, empapado en sangre y con pequeñas tiras de piel y carne aún adheridas a la hoja-. Creo que se ha mellado. La cabeza la estoy hirviendo, creo que es la mejor forma de quitar la carne del hueso. En cuanto se enfríe podremos ponerla en el muro, y será como si no hubiese pasado nada.

El sacerdote, sin poder creer lo que veía y oía, tuvo que apoyarse en la mesa para no caer al suelo. Una nausea convulsionó su estómago, mientras sus ojos viajaban desde el desgarrón del cuello al rostro sonriente y tranquilo de la anciana. Asintió con la cabeza, sin saber ni lo que hacía,

La viuda asintió también, aumentando el tamaño de su sonrisa. Sus manos de ángel no temblaban en absoluto.

-Dios proveerá –dijo con su voz suave-, usted lo dijo.

 

 

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Published on e-Stories.org on 01/01/2010.

 
 

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