Francisco Juan Atienza Sánchez

Irena y Franval


 
31 de Diciembre de 1860
Aquel día lucía esplendido. El valle del Loira, lleno de vida, tenía un aspecto realmente poético. Regados por el sol de la mañana, los exteriores del castillo de Chamberí se mostraban de un color perla. Los techos cónicos y picudos gris-azulados, eran como una jungla de formas y alturas dispares. A sus pies, los laberínticos y coloridos jardines exteriores dibujaban formas geométricas perfectas y se extendían hasta alcanzar las altas murallas que rodeaban al formidable castillo. Las fuentes, encantadoras y seductoras, estaban ubicadas en distintas zonas y conferían a la simetría de los jardines una visión de frescura y movimiento sin parangón. Tocadas con maestría, unas notas musicales flotaban en el ambiente con una melodía que el viento arrastraba como galeones de plata figurados que se derretían a oídos de los invitados. Hipnotizados ante tanta hegemonía, caminaban absortos hacia la doble escalera en espiral a la entrada del castillo, donde eran recibidos por el Barón Alejandro y su esposa Lorena.
Las mujeres con las caras pintadas a la perfección como muñecas de porcelana, portaban preciosas vestimentas de la época, maravillosas joyas, y vanidosos complementos que las proveía de un glamour difícilmente superable. Los hombres, normalmente mayores que ellas, elegantes y pomposos, caminaban muy erguidos y con la barbilla alta. De gustos refinados, tenían unos modales exquisitos; las reverencias, galantería y caballerosidad brillaban por doquier.
                Franval seguía tocando mientras los invitados iban llegando y aguardaban tras él, expectantes y maravillados. Sentado ante el flamante piano de color blanco impoluto que brillaba como una luna llena, regalaba los oídos tocando con maestría una partitura de Frederick Chopin. Lucía un talento natural que embelesaba a todo el que lo contemplaba. Mientras tocaba, mantenía los ojos cerrados y sumido en un éxtasis balanceaba el cuerpo como imitando el baile de una mortífera cobra. De cuando en cuando, regalaba una mirada profunda y magnética a los invitados, o una sonrisa seductora a las invitadas que la recibían con especial agrado. Cuando las últimas notas desaparecieron en el aire, todos estallaron de júbilo.
Era el cumpleaños de Franval, aquel día cumplía trece años. Para muchas mujeres, ya reflejaba en rostro y torso el apuesto hombre que sería en un futuro. Franval saludó galantemente a todas y cada una de las mujeres. Al inclinarse en sutil reverencia, inspiraba los aromas en la piel a través de los agradecidos escotes. Cerraba los ojos, y por un instante, lograba separar el perfume del olor corporal y, poder así, deleitarse con el delicioso aroma de la piel. Una de ellas logró encandilar especialmente a Franval, el olor de las feromonas femeninas disparó su libido. Como si de un animal se tratara, Franval creyó adivinar con total seguridad que aquella mujer además de poseer una gran belleza, rebosaba ardor sexual. Le mostró media sonrisa. Y ella, algo ladina, se inclinó también en una nueva reverencia frente a él, mostrándole más ampliamente los prietos pechos bajo el ajustado corsé.
—Cómo os llamáis mi señora —preguntó Franval seductor, besando la mano de ella.
—Irena, mi señor —una chispa pareció saltar entre sus miradas.
—Tomad asiento por favor —la invitó a presidir la mesa al otro lado.
Los manjares estaban repartidos en las interminables mesas cubiertas con largas mantelerías, blancas, y con bordados dorados. Sobre ellas, las lujosas vajillas organizadas con precisión milimétrica, hacían las delicias visuales y culinarias de todos los invitados que tomaron asiento. Unas doscientas personas se encontraban sentadas a las mesas de uno de los lujosos salones principales de este magnánimo castillo que contaba con 440 habitaciones.
Cuando se acercó para presidir la mesa, todos se alzaron en un brindis por el virtuoso marqués Franval de Chamberí. Él sostuvo una copa y brindó con todos, antes de sentarse, le sostuvo la mirada un segundo más a la joven que despertaba en él las ansias de explorar. Ella le sonrió sutilmente, para que su marido que se encontraba de pie a su lado no advirtiera las miradas sinuosas entre los dos.
Mientras comían, la gente charlaba animadamente entre sí agasajándose y adulándose en todo momento, a la par que se lanzaban algunas críticas malintencionadas, sofocadas con sonrisas de hiena.
Franval advertía la mirada intensa y morbosa de aquella mujer que lo seducía en la distancia con una sutileza incendiaria. En un alarde de habilidad, Franval se coló bajo la interminable mesa, ni siquiera ella lo advirtió. Caminó a cuatro patas y alimentó el fuego de su mirada con cada entrepierna de las invitadas; ligeros, medias de seda, bragas con trasparencias, todas las prendas en una suave gama de colores donde predominaba el blanco, el gris, y el rosa. Las piernas blancas y marfileñas, simétricamente perfectas hacia un fondo de locura. Franval astuto, había invitado a sentarse a las más jóvenes a su mesa. Las mujeres mayores chismorreaban al otro lado del salón, los rostros arrugados y con exceso de maquillaje. Labios pegados y sonrisa apretada presa de su propio ego, y en añoranza de una juventud y belleza ya perdidas con el tiempo.
Caminaba grácil, como un gato montés que acecha a sus presas ignorantes de su presencia voraz. Durante el trayecto, más de una vez su brazo se alargó inconscientemente hacia la prenda interior de alguna de sus invitadas, pero desistió, no quería escuchar un grito de alerta y tener luego que salir inventando alguna excusa de la que seguramente saldría airoso, pero claramente insatisfecho. Su deseada se encontraba al final del sendero de las piernas, abría y cerraba los muslos en un claro juego de excitación sexual. Continuó sigiloso, cuando llegó, su mirada esmeralda anunciaba excesos. Se puso de rodillas e inhaló de nuevo su aroma, descansó ambas manos sobre las rodillas. Ella se estremeció con este gesto, pero no dijo nada, advirtiendo que Franval ya no se encontraba sobre su asiento. Disimuló el nerviosismo con una sonrisa ensayada que dedicó a su marido, y que éste recibió con gusto y agradeció con un guiño, continuando después la charla que entablaba con un amigo.
Franval sentía el calor que desprendían las piernas como liviana llama, ella suplicaba ser devorada. Deslizó las manos suavemente por el interior de los muslos, mientras avanzaban, los expertos dedos de pianista se abrían y cerraban en sutiles movimientos que recorrían la fina seda natural de las medias hasta alcanzar la cálida piel. La fogosidad sumó enteros y clavó los dedos en la prieta carne de los muslos. Ella estiró su torso sobre el asiento, sonrió un poco indecisa, y sin saber hacia dónde dirigir la mirada tomó la copa de champan que llevó hacia sus labios rosados, pretendía aliviar así el ardor que le producía la excitación. Ella sintió los largos dedos aventurándose entre sus bragas. Sin despegar la copa totalmente de los labios, apreció el agradable tacto de los dedos que ya acariciaban su sexo. Unos cálidos labios y una lengua juguetona le recorrían la suave piel de sus muslos, mientras uno de los dedos le dibujaba círculos a las mismas puertas de su sagrado y mojado templo, que sin prisa, se introdujo hasta localizar el punto interior oculto en la zona alta de la vagina, y que muchos hombres buscan no sé sabe dónde. Una vez localizado, advertido por el espasmo de Irena, acarició la zona con la yema del dedo. A ella los ojos le dieron vuelta entre sus párpados.
Su marido lo advirtió.
—¿Os encontráis bien amada mía? —preguntó con el rostro extrañado.
                Ella devolvió la mirada a su lugar.
—Sí —respondió jadeante—he dado un sorbo demasiado intenso a la copa —se excusó.
—Cuidaos de no excederos, señora mía.
                Ella asintió repetidamente. El dedo se introdujo por completo en su interior y comenzó a acariciarle la zona, a la par que entraba y salía. Ella tapó su boca con una servilleta blanca de bordados dorados, y con las pupilas un poco perdidas, miraba hacia los demás invitados que parecían ignorarla, aunque alguna comenzaba a observarla extrañada.
                Las piernas se abrieron como una flor al rocío de la mañana, se rindieron. El valle estaba abierto para Franval. Le quitó las bragas con sutileza, acercó los labios y, con la punta de la lengua jugó con aquello que conecta a la mujer con cada una de las fibras de su cuerpo.
Loca de deseo, no podía soportarlo más, tomó sus faldas por ambos lados y la dio vuelo sobre la silla cubriéndola por completo. Acomodó su cuerpo un poco por debajo del asiento de la silla. Franval se aferró a las caderas, y unió su cuerpo al de ella. Irena abrió un distinguido abanico frente a su bonito rostro, y ocultó los gestos durante el acto adorado de pecado…cuando no pudo reprimir, jadeó y tembló gozando de un intenso y largo orgasmo.
Los invitados apurados, le ofrecían agua y la obsequiaban con palabras de serenidad. Su marido se incorporó y le tomó la mano con delicadeza dándole palmaditas sobre ésta, mientras ella, descansada sobre el respaldo de la silla disfrutaba de las últimas contracciones musculares. Lo observaba con la cabeza girada, y respiraba profundamente con la boca muy abierta en claro gesto de haber quedado plenamente satisfecha, sonrió. Su marido entendió ser él quien le aportaba tanta dicha.
Un instante después, Franval se incorporó de nuevo a su asiento aprovechando el apabullamiento de los demás. Los invitados arropaban a Irena que lo miraba intensamente mientras mordía su labio inferior. Franval le mostró media sonrisa.
FRANCISCO JUAN ATIENZA SÁNCHEZ      

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Published on e-Stories.org on 11/04/2013.

 
 

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