Siempre me gustaron los búhos. Tanto es así que de las muchas tarjetas de navidad recibidas este año, la única que conservé tiene un boceto de búho, que me mira todos los días mientras me aplico sobre el tablero de mi computador. Más aún, el apodo de estudiante de mi compañera es precisamente curuja que quiere decir lechuza... pero en portugués no se diferencia lechuzas de búhos. Hay en casa varios acogedores cojines que tienen un simpático búho como motivo y, finalmente, en el Brasil, los búhos en casa son indicadores de buena suerte para sus moradores.
Por eso, cuando percibí que un búho (o buha) empezó a visitar la casa con asiduidad, no sólo me sentí satisfecho, sino que durante mucho tiempo hice lo necesario para que el animal (...o ellos) se sintiera cómodo. Se trataba de un búho grande, de plumaje casi blanco, de los llamados “de iglesia” por su costumbre de anidar en los campanarios. El único percance que podría haberme alertado sobre lo que sucedió después ocurrió una noche, estando cerca de la piscina, en que un sorpresivo vuelo rasante, practicado a escasos centímetros de mi cabeza casi me hace caer al agua. Perdoné al búho, pues el animal era realmente hermoso, aunque quedé preocupado por su habilidad de bombardero super-sónico supersilencioso.
No imaginaba aún la clase de problemas que pueden generarse al combinar la debilidad mental del arquitecto que diseñó la casa en que habitaba y la sabiduría proverbial de los búhos. El búho se convirtió en visitante fijo de cada noche y hasta entabló una amistad entrañable con la empleada de la casa que, adora (i) conversar, (ii) conversar sola y, claro, (iii) conversar con los animales. Frecuentemente, ella nos relataba los devaneos de la curuja (nombre que reciben en el Brasil) que pasaba horas mirándola desde la pared que cierra el patio de la cocina. Todo muito engraçado, muy divertido y simpático.
Al cabo de unas semanas de creciente familiaridad empecé a sentir, en el techo del segundo piso, ruidos extraños que fueron aumentando en intensidad. Obviamente deducimos que la "buha" nos había honrado con un nido y que ya teníamos una colección de "buhitos" viviendo cerca de nosotros. En verdad ese hecho no nos preocupó mayormente.
Mi mujer y yo, estando en Washington, habíamos convivido durante seis meses con algunas familias de ardillas que vivían entre el primer y el segundo piso de la casa y que, desde ese lugar, recorrían con incontenible alegría todas las paredes de la casa. En corto tiempo de-jamos de pensar que había ladrones o fantasmas dentro de la casa y pasamos a sufrir peripecias homéricas para convencerlas a salir por las buenas o por las malas. Cebos para atraerlas fuera del escondrijo, largas horas de espionaje biológico, toda clase de tácticas para cerrar los huecos sin dejarlas adentro... pobrecitas y, finalmente, una llamada a la agencia de control de plagas, resultaron infructuosos. Ellas comían sin vergüenza nuestros cebos, destapaban mis tapones a una velocidad increíble reciclando mi material para fortificarse mejor y, en términos generales, burlándose tanto de nosotros que yo me sentía el mismísimo Pato Donald luchando contra "Chip and Dale". Reconociendo el ridículo abandonamos el campo de batalla y salimos de la casa. Pero esas eran ardillas... nada igual podía esperarse de unos pobres búhos que, apenas en condición de volar, dejarían el lugar.
Yo no sabía, hasta este punto de la historia, que el inefable arquitecto había dejado entre el techo de tejas de la casa y el forro interno un espacio abierto al exterior en toda la extensión de la pared de la casa y que esa abertura era mayor en la cumbre del techo que, en ese lugar, debe tener cerca de 10 metros de altura sobre el suelo... es decir casi un campanario y hasta más inaccesible que ellos. Pues claro, allí estaban los búhos. Estos, que al comienzo hacían ruidos discretos y perfectamente tolerables, empezaron a incrementar el ruido de sus garras contra el forro y a graznar con frecuencia e intensidad cada vez mayor. Sus excrementos bastante líquidos y los jugos mortales de los ratos que sacrificaban escurrían por la pared del dormitorio de visitas y el olor era notorio. Nunca supimos cuán tos animales o familias vivían bajo el techo y sobre el falso techo pues nunca pudimos mirar dentro, pero en una ocasión vimos cinco búhos alineados como soldados uno al lado del otro. Más frecuente era verlos aislados sobre las antenas de televisión, barandas y techos de nuestra casa y de otras en la vecindad. El graznido de los búhos es algo de veras impresionante. Graznan tanto los polluelos o "pollotes" como los progenitores, y el ruido que hacen es espeluznante. Además de horrible y fuerte, consiguen repetir el graznido no menos de una vez cada 5 segundos y son capaces de mantener ese ritmo desde el anochecer hasta el amanecer, es decir unas 12 horas al día en el caso de Brasilia. Los búhos son carnívoros y sus excrementos son parecidos al de las aves guaneras del Océano Pacífico. Pero en lugar de depositarlos cuidadosamente en las islas, los búhos los distribuyen generosamente, desde posiciones fijas o al vuelo, sobre mesas y sillas de jardín, plantas decorativas, paredes, pisos y especialmente en los inaccesibles ventanales localizados debajo de sus guaridas.
Al cabo de un mes de insomnio y de aumento notable de la irritación e intolerancia entre los habitantes de la casa, decidimos hacer algo. Pero qué... en Brasilia no se puede llamar al servicio de control de plagas ni al zoológico nacional, pues sabemos lo que nos contestarían. Por otra parte, la solución más obvia era levantar las tejas del techo hasta encontrar o espantar a las aves... pero eso implicaba prácticamente levantar todo el techo, dada la burricie del arquitecto. Siendo la casa alquilada llamamos a la agencia inmobiliaria que, riendo pe-ro con toda seriedad, nos recomendó comprar un gato... como si los gatos tuvieran alas para llegar a ese lugar del techo y desde allí entablar lucha con búhos tan grandes como cualquier gato. Se nos ocurrió probar si encender sartas de cohetes podría asustarlas... pero los únicos asustados con el experimento fueron los vecinos. Pasamos horas ente-ras golpeando el forro del techo con va-ras... pero las aves simplemente callaban y, apenas descansábamos cuando empezaban de nuevo sus cantos. Luego en-tramos a terrenos más escabrosos como la posibilidad de envenenar ratas para que los búhos se envenenen comiéndolas. Pero eso presuponía, en el caso dudoso de que las aves aceptaran el cebo, que murieran debajo del techo con el consiguiente perfume dentro de la casa. A ese punto de nuestras especulaciones descubrimos que estábamos entrando en terreno criminal pues, la ley brasileña considera crimen sin fianza la caza, captura o tenencia de animales silvestres y, los búhos, hasta donde sabemos, entran en esa categoría.
Ante el dilema de seguir compartiendo la vida con un grupo de pterodáctilos modernos o de cometer un crimen penado con cárcel, decidimos cometer el crimen. Primeramente, convidamos a un buen amigo, notorio cazador, para que nos hiciera el favor... pero él había viajado al África a cazar, según nos contó luego, varios antílopes raros y además, una jirafa mal herida por un león hambriento. Es así como compré una carabina de aire comprimido... no me permitieron comprar una carabina .22 con silenciador y mira telescópica laser, para caza nocturna, lo que era el equipamiento militarmente indicado. Y comenzamos, en primer lugar, el entrenamiento con severas prácticas de tiro al blanco... los búhos son blancos.
Sintiéndonos preparados iniciamos la guerra una memorable noche hace unos 70 días. El primer tiro, el de declaración de guerra, erró lamentablemente y el búho ni se dignó tomarnos en serio. Al cabo de algunos días conseguimos algunos impactos, ninguno letal al parecer, pero logramos recaptura la antena de televisión desde la que los búhos descargaban mierda sin piedad. Era evidente que nuestro armamento carecía de la sofisticación necesaria para una guerra rápida y que esta sería una guerra de desgaste por ambas partes. También molestaba la falta de disciplina de nuestras huestes que no montaban guardia debidamente, perdiendo oportunidades de encajar algún perdigón en el enemigo.
Mientras tanto, los búhos continuaban la guerra sicológica con graznidos cada vez más agresivos, con vuelos rasantes y con cagadas a diestra y siniestra. Convocamos a distinguidos ambientalistas del Brasil y del exterior para analizar las debilidades del enemigo, inclusive nos asesoramos con un excelso ornitólogo. Pero todos, hasta el ornitólogo, concluyeron en lo que ya estábamos, es decir ¡bala con ellos! Creo que, en ese periodo monótono, en que la guerra parece que se estanca, hicimos algunas bajas en el enemigo, pero los búhos cansaron a buena parte de nuestros tiradores de élite que prefirieron simplemente subir el volumen de la televisión para no escuchar los graznidos y dormir en otras casas. Fue entonces que decidí usar otra arma para complementar nuestra artillería de tan bajo calibre y potencia. Se trataba de un reflector cuyo haz se orientaba a la entrada más frecuentemente usada por los búhos que llevaban provisiones al interior de la madriguera. Con eso, pensaba, así como los búhos no nos dejan dormir, nosotros vamos a entorpecer sus vuelos en la línea de abastecimiento con esa luz... además permitirá ver mejor al enemigo para poder dispararle.
Eso funcionó bien y una noche pude, por primera vez, constatar una baja en el campo enemigo. El soldado búho quedó herido en el techo de la casa vecina y fue misericordiosamente rematado por uno de nuestros mejores tiradores. Esa mismísima noche, sin que cejara el graznido, el enemigo nos asestó un severo golpe: Destruyó el reflector que cayó con impacto de una bomba en el patio de la cocina, esparciendo restos en todas par-tes ¿Cómo hicieron los búhos para tirar al suelo el reflector? Las especulaciones variaron. Según la espía, nuestra empleada, lo más probable es que el reflector fuera bombardeado con una enorme rata descabezada que ella encontró al día siguiente entre los restos del aparato derrumbado. Según mi teoría algún búho voló a baja altura y dio un aletazo al reflector o, en cambio, pegó en el cable, arrastrándolo al suelo. Sea como fuere, la destrucción del reflector fue un serio revés en la lucha. Finalmente, una noche, aunque no lo vi caer, estoy seguro de haber causado otra baja entre los búhos y estos graznaron de un modo diferente, como si fuera un velorio y... por primera vez en cerca de tres meses, la noche quedó silenciosa.
Pero la tregua duró poco. Repuestos de sus bajas, los búhos recomenzaron sus graznidos horripilantes todas las noches, la noche toda. Recomenzaron sus rociadas de mierda y también, cada vez con más frecuencia, dejaban en el patio o en el jardín sus originales bombas compuestas por ratas descabezadas. Esto último es un misterio o quizá un descubrimiento biológico, pues nuestro asesor ornitológico insiste en que los búhos suelen dejar la cabeza de sus presas pe-ro que en cambio comen el cuerpo, lo que tiene sentido. No sabemos si la guerra trastornó sus hábitos o si, sabiendo que las mujeres de la casa tienen poca estima por las ratas, lo hacían apenas para causar ataques histéricos en nuestras filas... lo que por cierto consiguieron con tanta eficacia como las cucarachas gigantes que ocasionalmente visitan nuestros baños y la cocina. Lo peor era que los búhos ya sabían muy bien cómo evitar nuestros tiros. Se les escuchaba, pero no se les veía.
Es curioso cómo, después de tantos meses de sufrimiento, la forma en que la gente se acostumbra a las penurias de la guerra. Yo veía la televisión con el arma en la mano y los bolsillos llenos de munición, la linterna pronta. Nuestra espía, al comienzo triste por denunciar a sus antiguos amigos, estaba permanentemente atenta, con un ojo en la telenovela y el otro en el techo, pronta para alertarnos. Creo que hasta conseguimos dormir algunas noches. Pero todo llega a su fin. Aproximadamente un mes después de la tregua, la espía nos alertó de la presencia de un búho en el lugar ideal para encajarle un plomo. Fue así como el único soldado nuestro todavía disponible, apuntó cuidadosamente y ... ¡blanco casi perfecto! El animal cayó del techo, en el terreno del vecino. Subimos corriendo a la terraza del segundo piso y el haz de luz reveló al enemigo cerca de la piscina. Un tiro, dos tiros, el animal se movió y fue detrás de un arbusto. Era obvio que nuestros tiros sólo habían afectado su capacidad de vuelo. Otro tiro y otro más, y otro... hasta que no vimos más el cuerpo. Nuestra sana alegría fue moderada por el sentimiento que el enemigo tendría capacidad de reponerse y de reiniciar sus ataques. Rogamos al cielo para que el perro del vecino o un grupo de gatos noctámbulos, un gato solitario no sería suficiente, pudiesen encontrarlo y rematarlo cuidadosamente. Y fuimos a dormir. Otra noche silenciosa.
Es difícil explicar que pasó, pero esa fue la última noche en que sentimos al enemigo graznar incesantemente dentro del falso techo de la casa. Especulamos que el herido de aquella noche fuera en realidad el último búho-pollo que, para su mala suerte, decidió aventurarse esa noche fuera de su madriguera. A partir de entonces se instaló el silencio de las armas en la casa, prestamos cada vez menos atención a ellas y, al final, guardamos el arsenal. Al comienzo dormimos con cierta dificultad, como si nos faltara algo, pero eso duró poco y ahora estamos perfectamente cómodos con el silencio nocturno. De vez en cuando los búhos, que continúan en el barrio, hacen sus vuelos rasantes sobre nuestras cabezas y graznan fuerte, pero de un modo intermitente y tolerable. Además, es reconfortante saber que nuestros enemigos continúan cerca, prontos a repetir la guerra el próximo año... cuándo nosotros no vivamos más en esa casa.
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Published on e-Stories.org on 12/13/2018.
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