Jona Umaes

Tierra

 

          Mi padre me contó que el cedro de la entrada de la casa lo planté yo, con su ayuda, cuando apenas contaba 3 años. Yo no lo recuerdo, pero conforme fui creciendo no transcurría día en que me comparara con él en altura. Si bien al principio yo le aventajaba, llegó un momento en que pegó un estirón y no solo me igualó, sino que me sobrepasó. Ya no podía competir con él ni vanagloriarme de ser mayor. No tuve más remedio que aceptar la realidad, pero no me importó. Lo veía tan esbelto y saludable que no podía más que enorgullecerme de él. Su ritmo de crecimiento fue tal que en poco tiempo comenzó a cubrir más y más terreno con su sombra, alcanzando la veintena de metros.

 

          Las ramas del cedro van creciendo sin orden ni concierto, a lo ancho y en horizontal, pero siempre manteniendo en conjunto la forma piramidal que le caracteriza. Como ocurre con todos los árboles, nunca crecen solos. Junto a su tronco, surge todo tipo de vegetación al cobijo de su sombra, que proporciona frescor y mantiene la humedad de la tierra. En nuestro caso, estaba en un jardín, por lo que la explosión de flora a su alrededor era espectacular. Las plantas y flores a su vera lucían a su máximo esplendor. Entre el sol y la tierra siempre fresca, las plantas crecen sanas exhibiendo su lozanía con vivos colores. La casa estaba situada cerca del pueblo, pero con escaso tránsito alrededor. Tenía siempre un ambiente limpio, libre de contaminación. Nada como vivir cerca al campo o a la montaña, para apreciar la diferencia de crecimiento y salud de la vegetación y el bienestar que proporciona igualmente a las personas.

 

          Siempre me gustó sentarme a la sombra de ese árbol. En las tardes de invierno, cuando el sol comenzaba su caída, disfrutaba de su calidez hasta que llegaban las sombras con su frescor. El murmullo intermitente producido por el ligero movimiento de las ramas con la brisa y la variedad de canto de los pajarillos que se posaban en ellas me reconfortaba. Los rayos de sol se colaban en aquella espesura y su reflejo en el tronco llegaba a encenderlo como una bombilla de luz cálida. Era entonces, con la llegada del crepúsculo, cuando todo el conjunto del árbol se vestía de aquella luz dorada que se intensificaba por momentos hasta tal punto que parecía que fuera a prenderse.

 

          El cedro es como el símbolo de la familia. Ha crecido conmigo y mis hermanos. Vivió con mis padres. También los vio irse, y ahí sigue, recio e imponente, conviviendo ahora con nuestras familias. Con seguridad nos sobrevivirá y nos verá irnos. Seguirá creciendo y acompañando a nuestros descendientes. Quizás la casa cambie de dueño, pero él seguirá siempre ahí. No me cabe en la cabeza que pudieran sacrificarlo o enferme y termine secándose.

 

          A veces pienso en él como un monumento natural que sobrevive a generaciones. Como cuando vas de viaje a una ciudad con vestigios recientes o remotos y te paras a pensar la cantidad de hechos y culturas a las que ha sobrevivido. Ese mismo suelo por el que caminas y que al igual que tú lo hiciera Napoleón, o los romanos, los egipcios, o sabe Dios quien. Da un poco de vértigo ver lo relativo que es el tiempo.

 

          Mis hijos ya son adultos y han jugado y crecido, como yo hice, junto al árbol. Han mamado el valor de la naturaleza porque ha formado parte de sus vidas. El cedro ya tiene tal envergadura que cogiéndonos las manos yo y uno de mis hijos, no logramos abrazarlo en su totalidad. Él sin embargo podría cobijar bajo sus ramas a todas nuestras familias. Mi árbol algún día morirá, como todos lo hacemos, pero los hechos que habrá contemplado, no tiene precio.

 

          La vida es como una ola, que viene y que va. Hace muchos años que la gente emigró de los pueblos a las ciudades en busca de trabajo y un futuro. Nadie quería trabajar el campo por su dureza y escaso porvenir. En esas pequeñas poblaciones solo quedaron los agricultores de vocación y la gente mayor, arraigada al lugar, con la vida hecha y queriendo terminar sus días donde siempre estuvieron, respirando salud y tranquilidad. En estos tiempos que corren, con la pandemia haciendo estragos, la gente vuelve de nuevo a los pueblos, retornando a la naturaleza, al aire limpio y a la tranquilidad, cerca de sus trabajos, esos sí. Con teletrabajo o sin él, buscan la seguridad a escaso tiempo de su sustento, si ha tenido la suerte de mantenerlo, para no comerse mucha carretera. El virus ha cambiado la vida de la gente y toca adaptarse. Qué mejor lugar que cerca de la naturaleza, si hay posibilidad.

 

          Pon un árbol en tu vida: en tu casa, en el campo, en el monte, da igual. Visítalo, aunque esté lejos. Tendrás una excusa para respirar aire limpio. Tener un árbol familiar es una buena idea para estar en contacto con la naturaleza y conciencia de la importancia de cuidarla.


 

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Published on e-Stories.org on 10/24/2020.

 
 

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