Pedro hacía tiempo que usaba ambientadores para su casa, de los que funcionaban a pilas y espurreaban gotitas aromáticas cada pocos minutos. Le gustaba cambiar de aroma cuando se gastaba el bote. Pero, tras muchos meses utilizando el aparato, se cansó de esos olores. Y es que Pedro era una persona muy cambiante, no soportaba la monotonía y estar haciendo, durante largo tiempo, la misma cosa. Igual le pasaba con la música, las comidas, y todo en su vida.
Tras agotar el último bote del ambientador, lo guardó en un armario, por si más adelante lo utilizaba de nuevo. Salió al centro de la ciudad y anduvo por las calles en busca de tiendas donde vendieran velas aromáticas. Después de visitar unas cuantas, no terminaba de encontrar nada que le gustase, y es que Pedro era especial hasta con los olores. Tenía que dar con el que le llamase la atención, no los típicos que suelen vender, que, por otro lado, eran parecidos a los que ya conocía.
Cansado de buscar, en el camino de vuelta para su casa se topó con una tienda esotérica, cuyo escaparate estaba repleto de pequeños objetos para la buena fortuna, amuletos de protección, figuras de formas curiosas, libros y también velas. Y fue una de ellas la que le llamó la atención. Era gruesa, de color lila apagado. En el pie tenía un papel con el precio y en el que se podía leer “Vela ambiental aromática”. No sabía por qué razón le dio curiosidad, pero tenía algo especial. No podía dejar de observarla, quizás por su aspecto añejo y ese color tan peculiar. Pensó que al fin había encontrado lo que buscaba y entró en la tienda.
—Buenas, esa vela que tienen en el escaparate…
—¿Cuál de ellas? —dijo el dependiente.
—La gruesa de color lila.
—Ah sí. Un momento, se la traigo —y entró dentro de un cuartillo, que le servía de almacén. Al poco, volvió con una caja y la puso sobre el mostrador. Sacó una vela que era igual a la del escaparate—. ¿Es esta, verdad?
—Sí, esa misma —pero Pedro, después de observarla, no le convencía. A pesar de tener un aspecto similar, no era como la del escaparate—. Mire usted, si no le importa, deme la que tiene expuesta, me gusta más. Colóquela en la caja y pone esta otra en su lugar, ¿le importa?
—¡Claro que no! Veo que tiene las ideas claras. Si la otra es la que le ha llamado la atención, esa es la suya.
El dependiente le explicó que esa vela no tenía un único aroma, sino una combinación de varios y producían un ambiente particular, de ahí las palabras en el papel. Le comentó, que, al emitir varios olores, estos variaban de intensidad según se quemara la cera. A Pedro le pareció estupendo, pues no le gustaba tener siempre el mismo olor en casa y dado el grosor de la vela, le pareció que iba a durar bastante tiempo. De vuelta a casa, pensó en la casualidad de haberse topado con la tienda, cuando ya pensaba que tendría que seguir buscando otro día.
Esa misma noche, la estrenó. Al poco, la casa se vio inundada de su aroma, el cual fue una grata sorpresa para él, pues eran olores nuevos, que desconocía. Y lo mejor era que, como le dijo el dependiente, el aroma no era siempre el mismo. Iba variando con el tiempo. Llegaban en oleadas fragantes, según la llama fuera mayor o menor.
Cada noche, la encendía un par de horas antes de acostarse, para dormirse con ese ambiente aromático que no dejaba de sorprenderle. Al principio le pasó desapercibido, pero aquella vela tenía algo distinto a las demás. Lo supo desde el momento que la vio, aunque no pudiera concretar de qué se trataba. La llama cambiaba de tamaño, como lo hacían todas y él, que nunca las había utilizado se preguntó por qué ocurría aquello. Había visto velas encendidas en otras casas, pero nunca pensó por qué crecía o disminuía la flama. Si no había corrientes de aire y la casa tenía las ventanas cerradas, sería que la cera no estaba distribuida uniformemente, y había zonas en las que se consumía con mayor facilidad. Era la única explicación que se le ocurría.
Sin él darse cuenta, era como si la vela captase el ambiente de su hogar y lo reflejara con una luz más o menos intensa. Si se encontraba decaído, ya fuera por cansancio o por un mal día, la llama era pequeña y quieta. Si, por el contrario, se reía por algo que veía en la televisión o en las redes sociales y estaba de buen humor, la luz vibraba con igual alegría e intensidad. De esa forma, se mimetizaba con la atmósfera de la casa, pasando a ser parte inherente de la misma. Al llegar al ecuador de su vida, fue cuando Pedro se percató de aquel fenómeno. Hubieron de pasar dos semanas, para que se diera cuenta de que la vela reflejaba su ánimo como un espejo mágico de las emociones. Le hacía gracia aquel efecto y observarlo. De alguna forma, era como si la vela le hiciera compañía con su aroma y su luz. Le produjo angustia el pensar en el día que terminara por consumirse. Podría comprar otra igual, claro, pero ya no sería la misma. Como le dijo al dependiente de la tienda, él quería la vela del escaparate y no otra similar. Sabía que no debía tomarle cariño a los objetos, pero no podía evitarlo. Igual que lo tenía a su coche, o al móvil o a otras cosas que utilizaba a diario. Todo aquello tenían los días contados y llegaría el día en el que tendría que pasar por el mal trago de reponerlo.
Aquel pensamiento tan solo fue fruto del momento, por querer adelantar los acontecimientos. Sabía que aquello se produciría tarde o temprano y que no podría evitarlo, salvo que dejara de disfrutarla, lo cual no estaba dispuesto a hacer. Así que no volvió a pensar en ello, y continuó con su hábito de encenderla todas las noches hasta la hora de acostarse, y así dormirse arropado con su aroma.
Pasó el tiempo y la vela, aunque aún le quedaba cera para unos días, con seguridad no pasaría de aquella semana. Como cada noche, Pedro, fiel a su ritual, encendió su vela y se sentó en el sofá para relajarse viendo la televisión. Emitían un programa de humor, con monólogos muy originales. Pedro se reía intermitentemente ante las ocurrencias de los artistas. La vela, captaba el ambiente divertido y se movía, luciendo intensa por momentos. Súbitamente, la llama se extinguió, quedando un hilo sinuoso de humo en su lugar, como si fuera su ánima que dejara su recipiente de vida. Pedro, al observarlo, se quedó perplejo ante el hecho. Las ventanas estaban cerradas y no había corriente que pudiera hacerla apagar. Tuvo un mal presentimiento, aquello no era normal. A los pocos segundos, todo a su alrededor comenzó a vibrar y la lámpara se balanceó arriba, en el techo. El temblor fue en aumento, y sintió que se mareaba al ondularse el suelo. Se levantó aterrorizado y fue hacia su dormitorio para meterse bajo la cama. Cuando se disponía a echarse en el suelo, el enorme mueble que tenía en la habitación cayó sobre él, evidenciando el mal augurio de la vela, quizás apagada por el soplido de la parca.
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Published on e-Stories.org on 02/06/2021.
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